por Jorge A. Sanguinetty
Ahora, con la crisis financiera y su concomitante crisis económica, la avaricia se ha puesto de moda y junto con ella toda una serie de recriminaciones y recomendaciones para resolver el problema y soñar con que no se repita en el futuro. Pero para evitar caer en explicaciones descuidadas en el análisis de tan importante cuestión, comencemos por definir los términos que vamos a utilizar para entendernos y mejor comprender el fenómeno que nos preocupa.
Según el Diccionario de la Lengua Española avaricia es el “afán desordenado de poseer y adquirir riquezas para atesorarlas”, mientras que el diccionario de Manuel Seco nos indica que es “un deseo desmedido de guardar lo que [se] posee o de acumular riquezas”. Yo prefiero la definición de Seco porque la misma se refiere a un deseo desmedido, mientras que la Academia habla de un afán desordenado. La idea de desmedido o desmesurado me parece más precisa que la del desorden. De hecho el deseo, antes de convertirse en avaricia, es simplemente una expresión del interés personal o individual. Pero el primer problema que se nos presenta al querer usar la avaricia como la variable explicativa preferida de la crisis financiera es el definir cuándo y cómo, en qué punto exacto de un espectro de intensidad, el deseo o interés personal se convierte en avaricia.
El segundo problema que se nos presenta es cómo evitar que la avaricia provoque crisis financieras (¡un objetivo avaricioso por sí solo!). Y hay un tercer problema que voy a mencionar sobre el tratamiento de la avaricia, pero prefiero dejarlo para más adelante y que las lectoras y lectores lo descubran por su cuenta.
Olvidemos por el momento la avaricia como una expresión indeseable de un deseo muy intenso (“desmesurado”) de adquisición y acumulación. Concentremos primero nuestra atención en una intensidad de deseo lo suficientemente baja o moderada como para no despertar las críticas de los que nos rodean y observan. O sea, un deseo que no es desmesurado. Después discutiremos qué sentido tiene “medir” la intensidad de los deseos de las personas y quién o quiénes podrían estar a cargo de hacerlo y cómo lo harían.
En una sociedad donde se ejercen las libertades individuales en el marco ordenador de un estado de derecho, el deseo de cada persona guía sus decisiones. Es parte del derecho a perseguir la felicidad, principio consagrado por la Declaración de Independencia de Estados Unidos en el siglo XVIII, el cual, a pesar de su antigüedad y trascendencia, es poco conocido y comprendido en el mundo actual. Las sociedades más prósperas y más justas de la historia contemporánea se han organizado y desarrollado en torno a principios similares, lo cual no quiere decir que sean perfectas y que no tengan que seguir laborando por mejorar las condiciones de vida de sus ciudadanos.
Cortesía Cuba Futuro