google.com, pub-9878019692505154, DIRECT, f08c47fec0942fa0 Cuba Inglesa: Krauze: El poder y el delirio (II)

sábado, 8 de agosto de 2009

Krauze: El poder y el delirio (II)

por José Vilasuso

El poder y el delirio abarca, de manera sucinta, los antecedentes inmediatos del proceso venezolano como quicio indispensable al desenlace protagonizado por el coronel Hugo Chávez Frías. Se tocan episodios cruciales como la última derrota electoral del régimen y la participación de la juventud, puntal esperanzador de un continente inestancable, cuya historia se repite unas veces como retroceso y otras para dar paso al progreso. Dinámica vigorosa, jugosa, de aceleramiento creciente, sin la que jamás se entenderán sus mecanismos dialécticos.

Por consiguiente, Hugo Chávez Frías no es un personaje caído en paracaídas, mucho menos el payaso que estimados colegas de alto voltaje periodístico pintan sin mayor reparo. De ser tan simple el entuerto no habría agarrado el poder con mano de hierro. El observador objetivo nos transporta al pasado y explora la psiquis grandilocuente, fantasiosa, complicada en teoría pero irrevocable por su mesianismo desde muy temprana edad. Desde entonces, tal vez el coronel se creyera la reencarnación de Bolívar; aunque le ha salido mejor usar el recurso sin definir su génesis sicológica. Menos engorro. La gente no piensa tanto. Se trata de un Bolívar pintado a su imagen y semejanza: militar de casta, hombre de mando, autoritario y no tanto libertador.

El uniformado antes que nada es producto del cuartel. Asoma una pinta fascista, otra comunistoide, otra supersticiosa. Es un lector voraz de textos para él incomprensibles -Plejanov, por ejemplo-, pero está dotado de una clara inteligencia que, machaconamente, le dicta la nebulosa propia de su escuela castrense. El profesional de las armas no se despinta jamás. Chávez tal vez infiera esta posibilidad, sin que lo arredre. Sabe manejar a su audiencia y ante las cámaras lo compone todo a gusto del consumidor. Su instrumental es trabajado con dotes personales bien cultivadas. Otrora, la oratoria de Bolívar destilaba altura, formación clásica, ideales románticos; era una época y el Libertador venía de una cuna, buena cuna, la de los mantuanos. En cambio, el protagonista de este libro suple aquellas herramientas bonancibles con su indiscutible uso del discurso frente por frente a la pantalla.

En nuestros días las cosas han cambiado y no son necesarios los atributos de Sucre, San Martín o Martí. Más bien sobran. Ya no es imprescindible haberse distinguido en Ayacucho o Maipú para catalogarse de general victorioso, gran estratega, etcétera. Mucho menos esmerilar la prosa que vibra, la prosa modernista de Ismaelillo, por nombrar un texto. Hoy los medios suplen, tecnológicamente, los caracteres virtuales de los verdaderos próceres, patriotas uniformados y escritores de fibra. Ahora cualquier aficionado redacta un telegrama y refulge en pantalla, no importa la ausencia de acentos o el adorno con palabrotas. Ya tampoco es requisito indispensable acudir a la plaza pública para escuchar el verbo inspirador de ningún guía nacional. Basta con quedarse en casa y poner el televisor. Así hizo su revolución el maestro de Chávez, Fidel Castro. Acontecimiento que encaja no menos en el mundo de los medios con sus imágenes, discursos, multitudes arrebatadas y simplezas maratónicas a que el sensacionalismo a la moda reduce el legado de Aristóteles, Clausewitz o Demóstenes.

Ambicioso, audaz y desmedido como todo genuino tirano, el coronel se las ingenió para aprovechar pragmáticamente los protagonismos, miopías y rivalidades de los demócratas venezolanos. Los aprovechó para saltar, airoso, con su sistema netamente demagógico y, más que populista, personalista, a gusto del populacho.

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