por El Investigador de Nuevo Songo
Los caracteres rúnicos no dejaban lugar a dudas. “Sí, era un códice vikingo”. Inga, una cañada de mujer, como sugiere su nombre en escandinavo antiguo, se estremece al decirlo. Tiemblan hasta las puntas de sus trenzas rubias. No puede evitar que, a la par que el estremecimiento, un sentimiento de culpa la recorra de cabeza a pies al traicionar la doble promesa hecha en sendos lechos de muerte: el de su padre, un marinero de Noruega, y el de su madre, una lavandera de Songo La Maya. Inga respinga.
Piensa si podría hablar de lechos de mortuorios cuando su padre falleció en una hamaca que se desprendió del techo, y su madre tumbada en el secadero de la paja bajo el peso de un granjero. ¿Fue en el lecho de muerte que les hizo la promesa? Empieza a dudarlo; ella --harta de trabajar de tabernera en los abrevaderos del puerto de Port La Maya— tenía una tendencia a glamorizar como escapismo, pero eso ya no tenía importancia.
Lo trascendental era que el periodista --de Crónicas de Nuevo Songo, branding, el jodido branding— que tenía enfrente la había hecho hablar. ¿El periodista o la necesidad de sacarse de entre pecho y espalda aquel secreto?
Inga, conocida como La Vikinga, respinga y se estremece, pero esta vez el temblor alcanza las mismísimas puntas de su casco vikingo (para Inga usar el casco rematado con cuernos era un signo de lo que consideraba identidad, como para un escocés llevar el kilt o para una india el sari, o para un cubano, las maracas). El nuevo estremecimiento no tiene como fuente la culpa sino otro sentimiento, frente al cual no hay cura: el miedo. La culpa es fácil, relativamente hablando, erradicarla. Generalmente se cura endilgándosela a un ente externo, delegándola, algo que no se puede hacer con el miedo.
Inga tiembla. Tiembla Inga, al repasar lo que le había dicho al periodista: “Mi padre y luego mi madre conservaron la vida porque nunca hablaron. Pero supieron. Supieron lo que era el Códice Thamacun. Mi padre viajó con el Códice en un barco y sólo él sobrevivió para contarlo. Contármelo. Soy la depositaria de un tesoro.
“El Códice fue descubierto en el islote de Thamacun junto al famoso Mapa de Vinlandia --como llamaban los vikingos a lo que hoy es América— y junto con otro códice, el Historya Tartarorum (Historia de los Tártaros).
“Su sólo descubrimiento cambia la historia: demuestra que los vikingos llegaron a América antes de lo que refleja la historia oficial. Por eso murió ella, la duquesa de Medina Sidonia, en cuyo archivo estuvo el Códice.
“El Códice, el bendito Códice. Fue llevado de Thamacun, el fuerte más al sur del territorio de las incursiones vikingas, a Nuevo Songo, que era entonces una fortificación menor en el Mar de Irlanda, pero en plena ruta de vuelta a casa.
“Mi padre me dijo que tras una breve introducción dedicada a Thor, el hijo de Odín, el dios del Trueno, el rubio impetuoso de la barba roja que ama la caza de trolles --todo encaja— y de gigantes, el manuscrito traduce a la antigua lengua noruega un texto sagrado de los tiempos de la Alianza de Dios y el hombre en los Jardines del Edén, contenida en el Arca robada del Sancta Sanctorum tras la quema de Jerusa...”.
Oh, Jerusalem... Los oídos del periodista son acariciados por la música, 'Til we have built Jerusalem in England's green and pleasant land, 'til we have built Jerusalem in England's green and pleasant land. Cierto, es tenue, es breve la caricia, porque aparece un olor a chiquero, y a los pies del periodista yace Inga la Vikinga.
Pero no yace atrapada en las redes del alcohol la tabernera. Yace muerta.
Continuará