google.com, pub-9878019692505154, DIRECT, f08c47fec0942fa0 Cuba Inglesa: Armienne la Hetaira y el Códice Thamacun

miércoles, 14 de julio de 2010

Armienne la Hetaira y el Códice Thamacun

por El Investigador de Nuevo Songo

Todo viajero, estimado director de Cuba Inglesa, es un ciudadano de Ítaca. En un pequeño recodo del camino, en un alto de mi búsqueda de Anakantra y las claves del Códice Thamacún, tuve una gran revelación que destruyó la mentira del malvado Polifemo (o Politrollo): ¡Armienne existe!

Aves mitológicas, reales o imaginadas, siguieron la estela en una mar de grana y oro, y el barco se detuvo en todas las islas. En cada puerto se subían isleños a vender higos secos, uvas, y una golosina parecida al malvavisco, con perfume de anís.

A medida que me internaba entre las Islas Jónicas, siguiendo la estrella que me señaló la reina Leididí, sentía que entraba a un territorio más y más desconocido, a medio camino entre los sueños y la vigilia, y más allá de todo tiempo y todo espacio. Mis compañeros de travesía se volvían sombras luminosas, como salidas de las barbas de un dios portentoso, hasta desaparecer por completo.

Fue en la isla de Las Putas Vírgenes donde una vieja marmórea y fría --¿acaso una cariátide?— me susurro al oído una antigua leyenda atribuida a las páginas del Códice Thamacun:

“En el principio, Armienne se alzo desnuda del Caos, pero no encontró nada sólido en que apoyar los pies. Entonces, separó los mares del firmamento, bailando solitaria sobre las olas. El Viento, erotizado por la danza, se enredó como una pitón en la cintura de Armienne y la agitó hasta hacerla bailar con frenesí. Armienne danzó hasta el paroxismo movida por los brazos lujuriosos del Viento, ardiendo, y, al final de la danza, sintió unos deseos irrefrenables de copular”.

La vieja, o la cariátide, desapareció antes de que yo pudiera formular pregunta, por lo que seguí avanzando hasta llegar a una playa, a una playa hedónica, donde vi desnuda a Armienne recostada a un montículo en la arena. Me acerqué, hablé con ella, la toqué, la palpé, negocié y finalmente la ensarté con mi espada. Por eso Armienne, lo aseguro, es real. Tan real como los frescos de Pompeya. Como los frisos del templo hindú del Mono donde copulan hombre y bestia. Como los textos libertinos de un Ovidio. O la imaginería energizante de un Satiricón. O la gimnasia magnética de un Decamerón.

Armienne, la puta, es tan real como las flores marchitas del mal de Baudelaire. O los cuentos del marqués de Sade y de Masoque. Armienne existe, señor director de Cuba Inglesa, y lo aseguro con una sonrisa vertical viendo pasar a la puta alegre en una película de Oshima donde imperan los sentidos bailando un tango con Bertolucci.

Armienne fue la musa del Gran Masturbador de un Dalí pensando en Anais, mientras se tocaba los pinceles. Y Armienne desnuda, estoy seguro, colgará en el Victoria y Alberto porque el límite es el cielo, ese cielo que todos buscamos como viajeros de Ítacas, esos recodos del camino que son todos los cuerpos donde hundimos la estocada.

Dejé la isla de Las Putas Vírgenes, señor director, y seguí mi travesía hacia Anakantra. Pero anoche, en el fragor del baile, de los cantos y de las melodias de los bouzouki, en otra isla, mi vista se tropezó con la de ella.

La volví a ver. Era Armienne, que se deslizaba complaciente en los brazos de otro hombre y de otra mujer. Era ella, como una sombra alegre, como ave mitológica, real o imaginada, que se moviera presurosa con la intención de hacer feliz.

Y es que Armienne es más que un nombre. Armienne es una idea hecha carne, pienso, y sigo, Ulises, mi viaje. Navegar, director, es volar por los mares del cielo. Yo viajo por un mar de grana y oro. Yo viajo por un mar de nombre Armienne.

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