google.com, pub-9878019692505154, DIRECT, f08c47fec0942fa0 Cuba Inglesa: Fidel Castro, el Tartufo impostor (V)

domingo, 10 de octubre de 2010

Fidel Castro, el Tartufo impostor (V)

por José Luis Sito

Si la palabra impostor implica en latino una relación con el otro, un sistema de comunicación (“imponere”, imponerse a), en griego esa palabra parte de un dativo más amplio, ontológico. El impostor en griego es el hipócrita, de “hipocrisis”, hipocresía, que significa precisamente insinuarse, deslizarse debajo de la máscara, como el actor en el teatro, el falsificador o el sofista que habla en retor, actuando bajo la máscara del parecer y no de la verdad del ser. El sofista posee la ciencia del hablar con elegancia, pero no la del hablar con sabiduría. El orador sofista, es este que desenmascara Sócrates el filosofo, revelando al impostor bajo la hipocresía de su lenguaje y el parecer de su actuar.

Diderot, autor en la Enciclopedia de los artículos “impostor” y “charlatanería”, diferencia estas dos palabras, escribiendo que la primera consiste en imponerse a los hombres con discursos y acciones, y la segunda es un vicio, el vicio de quien trabaja para hacerse valer, o él mismo, o las cosas que le pertenecen, por calidades simuladas. Los impostores abusan de todas las maneras posibles de la confianza, credulidad o de la imbecilidad de los hombres; el charlatán es un pérfido, un trapacero practicando la hipocresía. Finalmente, la impostura es un medio de charlatanismo y el charlatán comienza por ser un impostor: los dos son indisociables. Hay un desfase, un descalce entre lo que es dicho y lo que es hecho, entre el parecer y el ser: la impostura implica engaño, ilusión, ceguera. El hipócrita es el que omite, disimula, esconde, niega.

El Castro-tartufo actúa con total hipocresía y con un desparpajo asombroso porque en el fondo nadie contradice sus patrañas groseras y sus hipócritas aseveraciones.

Castro se presenta desde el comienzo con la prenda del revolucionario, como Tartufo se presenta con la prenda del santurrón. Ya Sartre detectó desde sus inicios aquella máscara y aquella farsa cuando habla y escribe sobra esa curiosa paradoja de la “revolución cubana”. “Una revolución sin ideología”, unos militares, soldados y comandantes que se apodan revolucionarios, una democracia reivindicada pero sin Asamblea pluralista, un pueblo constantemente en la boca de Castro pero que nunca abre la boca a no ser para exclamar “Castro, ordena, ¡te obedeceremos!”. Revolución paradójica la cubana, revolucionario paradójico el jefe militar de todos los comandantes cubanos. Sartre detecta la mentira original, originaria, la actitud hipócrita y falsa del dictador cubano apodado revolucionario, pero se escurre en la necesidad. Esa necesidad de aliarse con cualquiera con tal de que se presente y aparezca como un ejemplo de la lucha de clases. Castro no luchaba para las clases, ni para la obrera ni para la proletaria, ni para ningún partido: luchaba para él mismo, con una violencia y barbarie espantosa. El “fenómeno”, como lo escribirá Sartre sin sacar las conclusiones, se parecía más a una “reacción” y a un “contragolpe”.

Castro no es un revolucionario, es un especialista de la convulsión y del sobresalto, un violento agitador público, un epiléptico de la política. Como todo hipócrita e impostor, Castro se disimula bajo un disfraz, un signo, el de un barbudo comandante. Cuando se presenta públicamente ataviado con ese signo, aparece la “revolución”, el signo de la “revolución”. Aparece su encarnación, la “revolución” personificada. Pero el signo (el lenguaje) representa la realidad, no la remplaza. Por eso Castro se presenta y está constantemente en representación, porque la realidad está ausente y hay que suplirla con el simulacro, con la simulación.

Algunos vieron la impostura desde el principio y no la encubrieron, como hicieron Sartre y demás intelectuales de la época. Yves Guilbert, por ejemplo, cuando en 1961 escribe Castro l’infidèle, “Castro el infiel”. Pero si todos estos escritos y análisis declaran al unísono que Castro traicionó la revolución, ninguno investiga, ni analiza, ni estudia, ni tan siquiera emite la más mínima sospecha sobre la posibilidad de una gran superchería.

Si Castro es un traidor, un hipócrita, un falsificador y un mentiroso desde la primera hora, si esta falsificación y estas mentiras, si esta hipocresía, son indudables, ¿por qué no poner en duda el apodo revolución pegado a ese acontecimiento del 1 de enero de 1959? ¿Por qué confiar ciegamente en un individuo mentiroso, hipócrita, que proclama, grita y se gargariza con la palabra revolución? ¿Por qué permanecer ciegos a los enormes contrasentidos, las garrafales denegaciones o las sinrazones, confusiones y alteraciones que en todos sus discursos aparecen con evidencia cristalina?

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