Los cubanos hemos sido víctimas de una visión delirante y desmesurada de nuestro peso específico en la historia, y muy poco le debe el planeta a nuestra sociedad. Mejor nos hubiera valido admitir un manso destino de west-indies antes que intentar sangrientas aventuras que a nada conducen, salvo al desgarramiento y al horror. ¡Ojalá que las hazañas militares que ha conocido ese desdichado país hubieran tenido su equivalencia en profundas hazañas sociales! Ojalá que la capacidad de sacrificio de ese pobre pueblo hubiera tenido una historia paralela de flexibilidad, diálogo y convivencia.
Cuba es y ha sido un país de escaso nivel cultural, sin centros significativos de investigación, con una universidad poco exigente, dedicada a graduar profesionales moderadamente competentes, pero que fue incapaz, en dos siglos de existencia, de parir una idea original, o de alentar un movimiento cultural autónomo. En 1959, en el orden cultural, el país no era otra cosa que un apéndice de los Estados Unidos, pendiente y dependiente del impulso creativo del vecino, más o menos como hasta 1820 no fue otra cosa que el calco remoto del modelo social español, agravado por su condición de colonia. No podía tampoco ser de otra manera, puesto que la sociedad cubana había sido desovada por la Madre Patria con todos sus defectos, y no todas sus virtudes, dada la viciada relación política que les unía.
En Cuba se ha escrito bien y se ha pintado bien desde el siglo XIX, sin que eso contradiga el carácter subsidiario de la sociedad cubana. Más aún: no hay isla del Caribe que no tenga sus artistas venerados, alguno de ellos, por cierto, Premio Nobel de Literatura (Saint John Perse). En Cuba podría existir Orígenes, pero en República Dominicana existía «La poesía sorprendida» y en un islote próximo nació Pizarro, uno de los grandes pintores del impresionismo. La ficción y el arte plástico, como las habas, se cuecen en todas partes, y el establecimiento de escalas jerárquicas no es otra cosa que el producto de circunstancias arbitrarias casi siempre borrosas.
Es razonable que el movimiento cultural cubano fuera mucho más poderoso que el de Antigua, pero esa diferencia era esencialmente cuantitativa, no cualitativa, y de ello existe una prueba irrefutable: réstesele a Occidente la literatura y la plástica cubana y no habrá ocurrido eso que llaman una «pérdida irreparable». Carpentier y Portocarrero son perfectamente prescindibles. Tan prescindibles como algún buen novelista –que lo habrá– jamaicano o de otra de las excrecencias geológicas caribeñas. Nuestros hombres insignes –y los tenemos– son rigurosamente locales.
Creo que nuestras guerras de independencia fueron heroicas, pero ojalá nunca las hubiéramos padecido. El país perdió un 10 por 100 de su población, quedó prácticamente en ruinas, pero la mayor desgracia fue haber propiciado la fundación de la república en culto neurótico a la valentía de ciertos guerreros audaces. Es cierto que la ceguera española, esa legendaria incompetencia política de Madrid, le cerró la puerta a cualquier evolución incruenta del sistema, pero todavía hoy, a más de un siglo de aquellos sucesos, pagamos el precio de haber crecido en olor de heroísmo.
El patriotismo de los guerreros, o el guerrerismo de los patriotas, no puede ser otra cosa que una anécdota entrañable, pero adjetiva a la constitución de un cuerpo social sano. Para los cubanos, en cambio, las guerras, esas terribles guerras, constituyen el núcleo fundacional de la nacionalidad. La semilla germinó en un espantoso charco de sangre. Y el hilo de esa vieja sangre todavía nos persigue.
Cuba es y ha sido un país de escaso nivel cultural, sin centros significativos de investigación, con una universidad poco exigente, dedicada a graduar profesionales moderadamente competentes, pero que fue incapaz, en dos siglos de existencia, de parir una idea original, o de alentar un movimiento cultural autónomo. En 1959, en el orden cultural, el país no era otra cosa que un apéndice de los Estados Unidos, pendiente y dependiente del impulso creativo del vecino, más o menos como hasta 1820 no fue otra cosa que el calco remoto del modelo social español, agravado por su condición de colonia. No podía tampoco ser de otra manera, puesto que la sociedad cubana había sido desovada por la Madre Patria con todos sus defectos, y no todas sus virtudes, dada la viciada relación política que les unía.
En Cuba se ha escrito bien y se ha pintado bien desde el siglo XIX, sin que eso contradiga el carácter subsidiario de la sociedad cubana. Más aún: no hay isla del Caribe que no tenga sus artistas venerados, alguno de ellos, por cierto, Premio Nobel de Literatura (Saint John Perse). En Cuba podría existir Orígenes, pero en República Dominicana existía «La poesía sorprendida» y en un islote próximo nació Pizarro, uno de los grandes pintores del impresionismo. La ficción y el arte plástico, como las habas, se cuecen en todas partes, y el establecimiento de escalas jerárquicas no es otra cosa que el producto de circunstancias arbitrarias casi siempre borrosas.
Es razonable que el movimiento cultural cubano fuera mucho más poderoso que el de Antigua, pero esa diferencia era esencialmente cuantitativa, no cualitativa, y de ello existe una prueba irrefutable: réstesele a Occidente la literatura y la plástica cubana y no habrá ocurrido eso que llaman una «pérdida irreparable». Carpentier y Portocarrero son perfectamente prescindibles. Tan prescindibles como algún buen novelista –que lo habrá– jamaicano o de otra de las excrecencias geológicas caribeñas. Nuestros hombres insignes –y los tenemos– son rigurosamente locales.
Creo que nuestras guerras de independencia fueron heroicas, pero ojalá nunca las hubiéramos padecido. El país perdió un 10 por 100 de su población, quedó prácticamente en ruinas, pero la mayor desgracia fue haber propiciado la fundación de la república en culto neurótico a la valentía de ciertos guerreros audaces. Es cierto que la ceguera española, esa legendaria incompetencia política de Madrid, le cerró la puerta a cualquier evolución incruenta del sistema, pero todavía hoy, a más de un siglo de aquellos sucesos, pagamos el precio de haber crecido en olor de heroísmo.
El patriotismo de los guerreros, o el guerrerismo de los patriotas, no puede ser otra cosa que una anécdota entrañable, pero adjetiva a la constitución de un cuerpo social sano. Para los cubanos, en cambio, las guerras, esas terribles guerras, constituyen el núcleo fundacional de la nacionalidad. La semilla germinó en un espantoso charco de sangre. Y el hilo de esa vieja sangre todavía nos persigue.