Culturalmente hablando, el cubano crece y se educa con el chip incorporado de una excepcionalidad pretenciosa, de doble filo. Le han inculcado desde pequeño que no hay cielo tan azul como “su” cielo. Que Varadero es la mejor playa del mundo. Que su himno es el más hermoso de todos. Que su bandera. Que sus mujeres. Que su sentido del ritmo. Que sus héroes y mártires... De manera que en la olla de presión de la cultura nacional la mesura, la objetividad, el respeto a la diferencia, quedan tan blanditos que se le deshacen entre las manos.
En Cuba se subestima lo ajeno –más allá, por supuesto, del acercamiento pragmático, coyuntural, o las excepciones que confirman la regla--, entre otras razones porque la cultura predominante le ha hecho creer a los cubanos que son, como afirma la tonada de una canción popular, “lo máximo”. El acercamiento al diferente a menudo es tomado, íntimamente, como un signo de debilidad y, en casos extremos, hasta de incultura --cuando precisamente es todo lo contrario--, también porque, adicionalmente, se habita un espacio sociopolítico en el que los unos desconfían de los otros. Así, se ha desarrollado una cultura del enfrentamiento y la intolerancia que en los últimos cincuenta años ha ganado considerablemente en intensidad, y todo esto en el marco de un país de limosneros donde el extranjero es ciudadano de primera respecto al nacional. Una nación parásita, pedigüeña y borrega que se llena la boca hablando de “dignidad”. Esclavos de su dueño y esclavos de su ego, exhiben sus cadenas como joyas, con absoluta desfachatez. Otro producto relacionado: La esquizofrenia.
Paralelamente al nacionalismo recalcitrante, marcha la intolerancia. O se desgaja de aquél. Una mentalidad ultranacionalista, de enfrentamiento y/o subestimación del otro, en nada favorece el arraigo de la curiosidad, del acercamiento y la aceptación de lo diferente. Porque ejercer la curiosidad desde el respeto a la diferencia, exige madurez. Exige lo mejor de nosotros puesto al servicio del conocimiento y reconocimiento de lo ajeno, de lo diferente. Por eso la genuina curiosidad, que no la intromisión, está íntimamente relacionada con la tolerancia, valor sin el cual no funciona una verdadera democracia.
También, orgánicamente, el ultranacionalismo funge como caldo de cultivo ideal para la irresponsabilidad victimista. Dado que el cubano es “un pueblo heroico, trabajador, intachable –en resumen, superior—”, no es posible entender el subdesarrollo, o la pobreza, o incluso la ausencia de ciertas libertades básicas, sino como consecuencia de la agresión del otro, del diferente. El otro es el responsable. El otro trabaja a la sombra, o abiertamente, para obstaculizar nuestro avance. El problema es profundo y, cabe subrayarlo, va más allá del modelo político vigente en Cuba.
En Cuba se subestima lo ajeno –más allá, por supuesto, del acercamiento pragmático, coyuntural, o las excepciones que confirman la regla--, entre otras razones porque la cultura predominante le ha hecho creer a los cubanos que son, como afirma la tonada de una canción popular, “lo máximo”. El acercamiento al diferente a menudo es tomado, íntimamente, como un signo de debilidad y, en casos extremos, hasta de incultura --cuando precisamente es todo lo contrario--, también porque, adicionalmente, se habita un espacio sociopolítico en el que los unos desconfían de los otros. Así, se ha desarrollado una cultura del enfrentamiento y la intolerancia que en los últimos cincuenta años ha ganado considerablemente en intensidad, y todo esto en el marco de un país de limosneros donde el extranjero es ciudadano de primera respecto al nacional. Una nación parásita, pedigüeña y borrega que se llena la boca hablando de “dignidad”. Esclavos de su dueño y esclavos de su ego, exhiben sus cadenas como joyas, con absoluta desfachatez. Otro producto relacionado: La esquizofrenia.
Paralelamente al nacionalismo recalcitrante, marcha la intolerancia. O se desgaja de aquél. Una mentalidad ultranacionalista, de enfrentamiento y/o subestimación del otro, en nada favorece el arraigo de la curiosidad, del acercamiento y la aceptación de lo diferente. Porque ejercer la curiosidad desde el respeto a la diferencia, exige madurez. Exige lo mejor de nosotros puesto al servicio del conocimiento y reconocimiento de lo ajeno, de lo diferente. Por eso la genuina curiosidad, que no la intromisión, está íntimamente relacionada con la tolerancia, valor sin el cual no funciona una verdadera democracia.
También, orgánicamente, el ultranacionalismo funge como caldo de cultivo ideal para la irresponsabilidad victimista. Dado que el cubano es “un pueblo heroico, trabajador, intachable –en resumen, superior—”, no es posible entender el subdesarrollo, o la pobreza, o incluso la ausencia de ciertas libertades básicas, sino como consecuencia de la agresión del otro, del diferente. El otro es el responsable. El otro trabaja a la sombra, o abiertamente, para obstaculizar nuestro avance. El problema es profundo y, cabe subrayarlo, va más allá del modelo político vigente en Cuba.