google.com, pub-9878019692505154, DIRECT, f08c47fec0942fa0 Cuba Inglesa: Para una historia del totalitarismo (I)

sábado, 8 de enero de 2011

Para una historia del totalitarismo (I)

por Juan F. Benemelis

El origen de la visión totalitaria del mundo, según Alexander Solzhenitsin, es de importación occidental. Para el alemán Ernst Nolte, se trata de una influencia asiática o, en último término, francesa; acorde con el escritor ruso Vassili Grossman, la culpa se halla en la tradición rusa a la sumisión, a la esclavitud incluso. Pero los rusos no son los únicos que conocieron este camino. Una condición que facilita el advenimiento del totalitarismo es la tendencia universal a separar radicalmente el cuerpo y el espíritu, lo concreto y lo abstracto, lo cotidiano y lo sublime: es más fácil aceptar la esclavitud del cuerpo cuando se cree que el alma es independiente. Se trata, en suma, de una doctrina constituida antes del advenimiento de los Estados totalitarios, antes del siglo XX.

Preparado por el radicalismo cartesiano y el materialismo del Siglo de las Luces, aquél florece en el siglo XIX: sólo entonces el proyecto totalitario podía nacer. Los escritos de Marx, por una parte, y de Joseph A. Gobineau, por la otra, fueron publicados a mitad de siglo. Los textos teóricos y literarios de Nikolái Chernichevski, el inspirador de Lenin, con su Principio antropológico en filosofía, su manifiesto cientificista, es de 1860; ¿Qué hacer?, su novela de tesis, de 1863. Y El Catecismo revolucionario de Sergéi Necháiev, que se publicó en 1871. Uno de los menos conocidos, es el tercer Diálogo filosófico de Ernest Renán, de 1871. Lo explica el filósofo religioso ruso Sémion Frank: “el utopismo, que presupone la posibilidad de realizar plenamente el bien por medio del orden social, tiene una tendencia inmanente al despotismo” (Todorov, Tzvetan. Memoria del mal, tentación del bien. Ediciones Península. Barcelona, 2002).

La historia del siglo XX, en Europa, es indisociable de la del totalitarismo. El Estado totalitario inaugural, la Rusia soviética, nació durante la Primera Guerra Mundial y mostraría su huella hasta el final; la Alemania nazi siguió poco después. La Segunda Guerra Mundial se inició cuando los dos Estados totalitarios se habían aliado y prosiguió con una lucha sin cuartel entre ambos. La segunda mitad del siglo se desarrolló a la sombra de La Guerra Fría, que opuso Occidente al bando comunista. Los cien años que acaban de transcurrir estuvieron dominados por el combate del totalitarismo con la democracia o por el de ambas ramas totalitarias entre sí.

A partir de la Revolución de Octubre, la separación entre ideología y política, fin y medio, comienza a perder su sentido. Antaño podía creerse que la revolución, el Partido, el terror eran los instrumentos necesarios para desembocar en la sociedad ideal. En adelante, la separación ya no es posible y el monismo característico de los regímenes totalitarios se revela aquí en su plenitud. A partir del momento en que el militante abraza la fe comunista, no tiene ya vida privada separada de la vida pública.

Como ideología, el comunismo fue un experimento poco rentable que resultó distinto en la práctica a lo concebido en los textos. El colectivismo burocrático no era un híbrido del capitalismo y del comunismo. Pese a sus medidas coercitivas no pudo crear una economía dinámica; el "comunismo de guerra" de Lenin ocasionó horrorosas hambrunas, campos de concentración y un Estado autoritario de plan. Josef Stalin, por su lado, burló la constitución federal y procedió a forjar un imperio en los hombros del monopartidismo.

Los regímenes fascistas no sólo perecieron antes sino que se instauraron más tarde, lo que viene a probar que son sólo una pálida imitación, un plagio del régimen totalitario verdadero, auténtico, perfecto y consumado en la Unión Soviética. Pero ambos son especies en el seno de un género común: el totalitarismo. Son las dos variantes del régimen totalitario, la versión fascista y la comunista. En ambos existe una crítica de la democracia liberal y la autonomía individual; recibieron un impulso paralelo de las carnicerías de la Primera Guerra Mundial.

Aunque la propia toma del poder se lleve a cabo de modo pacífico (como la de Hitler, a diferencia de las de Lenin y Benito Mussolini), el proyecto de crear una sociedad nueva, habitada por hombres nuevos, de resolver todos los problemas de una vez por todas, un proyecto cuya realización exige una revolución, se mantiene en todos los países totalitarios (Todorov, Barcelona, 2002). El totalitarismo, a diferencia de la democracia, pretende satisfacer las necesidades humanas y, por esta razón, fue apoyado por las poblaciones afectadas. No debe olvidarse que Lenin, Stalin, Hitler, Mao y Castro fueron idolatrados por las masas.

El factor que posibilitó a Hitler el inicio de la Segunda Guerra Mundial, provino de Stalin, la firma del pacto con la Unión Soviética que eliminó para Alemania una guerra en dos frentes, y le aseguró la victoria contra Francia. Luego, al final, se probó este hecho pues el ejército alemán no pudo con el Ejercito Rojo y con los Aliados simultáneamente. Ya en 1923, Karl Radek, el dirigente del Komintern, recomendó a los comunistas alemanes que colaboraran con los nacionalsocialistas. La Noche de los Cuchillos Largos, arreglo de cuentas entre nazis, y también el incendio del Reichstag, dieron a Stalin la idea de utilizar el asesinato del politburó Sergei Kirov como pretexto para “purgar” el Partido e instaurar una dictadura más implacable que antes. Durante el período del “pacto”, los antiguos emigrados alemanes y austríacos eran entregados por la policía de Stalin a la de Hitler. Como prenda de buena voluntad, el gobierno soviético había aceptado “devolver” a la Alemania nazi los emigrados políticos que se pudrían, entonces, en sus campos y prisiones.

Los mecanismos de planificación asfixiaron de tal manera al productor que se desembocó en una modalidad de la esclavitud generalizada proto capitalista. Así, la libertad del hombre, consagrada por la revolución francesa, se suplantó por un orden cuartelario y termitero donde el ciudadano no tenía más derecho que el de trabajar para futuras generaciones. Negados a la apostasía, los aferrados al dogma presentaron al estalinismo, con sus diez millones de inmolados, o al maoísmo, con sus veinte millones de víctimas, como los precios justos a pagar para el logro de Utopía. No había escape para el que osase renegar del corpus marxista, pues la alternativa era el descrédito intelectual por desligarse de la historia, de residirse en una democracia, o el gulag cuando se era súbdito del Estado comunista.

Los soviéticos, cuyo marco teórico global era histórico y social, dejan actuar a la “selección natural”: los más débiles morían de hambre, de frío y de enfermedad. Los nazis, que reivindicaban principios biológicos, practicaron en cambio una “selección artificial” (Todorov, Barcelona, 2002). Tanto el “chequista” como el de las “SS” que ejecutaba a los “enemigos” creían contribuir al bien y actuar racionalmente. Como dice Rony Brauman, este sujeto actúa sin verse atenazado por una oscura sed de mal, sino empujado por un sentido del deber, un respeto sin fisuras de la ley y la jerarquía.

Ambos sistematizaron su dominio sobre la memoria e intentaron controlarla hasta en sus más secretos rincones utilizando la intimidación de la población y la prohibición de intentar informarse o difundir las informaciones, de escuchar emisoras de radio extranjeras, transformando el lenguaje al utilizar expresiones estereotipadas que no mantenían ya relación alguna con la realidad.

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