google.com, pub-9878019692505154, DIRECT, f08c47fec0942fa0 Cuba Inglesa: Utopía y totalitarismo

miércoles, 5 de enero de 2011

Utopía y totalitarismo

por Juan F. Benemelis

¿Qué debemos recordar del siglo XX? ¿Cómo será recordado, algún día, ese siglo? ¿Se lo llamará el siglo de Yosef Stalin y Adolf Hitler?

Algunos dirían que el acontecimiento fundamental, a largo plazo, es lo que se denomina la “liberación de la mujer”. Hay quienes pondrán de relieve la prolongación de la vida en los países occidentales, los cambios demográficos. Otros podrían pensar, también, que el sentido del siglo está decidido por los grandes progresos de la técnica: dominio de la energía atómica, desciframiento del código genético, circulación electrónica de la información, televisión.

El acontecimiento capital, para mí, es la aparición de un régimen político inédito: el totalitarismo. Ese nuevo tipo de Estado se creó en el contexto de la Primera Guerra Mundial: primero en Rusia, luego en Italia, por último, en 1933, en Alemania. En su apogeo, dominó parte del mundo, y no ha desaparecido por completo. Sus secuelas siguen presentes. Europa conoció dos totalitarismos, el comunismo y el fascismo; ambos se opusieron violentamente, en el terreno de la ideología y, luego, en el campo de batalla.

Escribir la historia del presente no es cosa fácil. La búsqueda de la verdad, fáctica o profunda, topa con la resistencia de sus protagonistas, interesados por definición. “No se prepara el porvenir sin aclarar el pasado”, escribe la etnóloga y arqueóloga francesa Germaine Tillion, ex prisionera de campos de concentración. Quienes conocen el pasado desde el interior tienen el deber de transmitir la lección a quienes la ignoran. El derecho a escribir la Historia es uno de los privilegios que concede la victoria; en la historia, el bien y el mal no se hallan nunca en estado puro. ¿Quién recuerda hoy la matanza de un millón de armenios, en 1919, a manos de los turcos de Kemal Attaturk? Muy pocos, sólo porque instauraban la democracia en Turquía. La causa de los Aliados era justa y necesaria y Hitler encarna el mal en la Segunda Guerra Mundial. Aunque, en febrero de 1945, cuarenta mil civiles alemanes murieron en el bombardeo norteamericano a Dresde, y un mes después, cien mil civiles japoneses perecieron en los bombarderos norteamericanos sobre Tokio.

El 9 de mayo de 1945 es, para los rusos, el día de la victoria final sobre el fascismo nazi, pero, para los pueblos de la Europa del Este simboliza el inicio de su esclavitud. El mismo día es para los franceses orgullo nacional, al participar en la capitulación alemana; pero esa fecha es también aniversario de las matanzas de argelinos (45,000) en Sétif, Argelia, a manos de los franceses. La Segunda Guerra Mundial y la Guerra de Argelia, dos conflictos en los que el ejército francés asumió papeles opuestos. Se recuerdan los 176,964 japoneses víctimas civiles en Hiroshima de la bomba atómica; para el japonés Kenzaburo Oé, Premio Nobel de Literatura, se trata del “peor delirio del siglo XX”; Oé ha olvidado la matanza de 300,000 chinos en Nankín, en 1938, perpetrada por las unidades japonesas procedentes, precisamente, de Hiroshima.

Desde el punto de vista del presente, la condena del comunismo es también de mayor actualidad: la mistificación que operó es más poderosa y más seductora que el nazismo, por eso desenmascararla es más urgente. Pero un evidente desequilibrio caracteriza los juicios oficiales sobre ambos regímenes: dejando aparte algunos marginales, el de los nazis ha sido y es unánimemente estigmatizado, mientras que el comunismo, irónicamente, goza aún de buena reputación.

El marxismo originalmente parecía perfecto y atractivo con su método “científico” y su visión utópica. Pero no pudo hacerse justicia en la práctica puesto que resultó incongruente con la condición humana y la sociedad libre. Así surgieron las historias oficiales con sus amplias lagunas y sus versiones benévolas al grupo gobernante, en las que desaparecían aquellas siluetas insolentes que habían retado o criticado a los jefes providenciales; en ellas no se mencionaban las ejecuciones y las purgas devastadoras, las represiones en masa contra campesinos, intelectuales y obreros, como en Camboya.

La izquierda “chic” y los intelectuales de Occidente guardaron un silencio cómplice y vergonzoso sobre este monstruoso experimento de ingeniería social, refrendando el embuste de graneros repletos y de alegres obreros y campesinos moradores de un paraíso en el que las cadenas del capitalismo se habían roto finalmente. Édouard Herriot, presidente francés, visitó Ucrania en tiempos de la hambruna: por supuesto, le mostraron niños risueños que declararon comer todos los días, y lo creyó. Romain Rolland aplaudió, en compañía del siniestro Guenrik G. Yagoda, un espectáculo por los supuestos “internos” de los “campos de reeducación”. Bernard Shaw visitó tales “campos”, cantando luego elogios; Máximo Gorki hizo lo mismo.

Durante la guerra, el vicepresidente norteamericano Henry Wallace visitó el Gulag de Kolima; su relato desbordaba de entusiasmo. Jean-Paul Sartre y Maurice Merleau-Ponty firmaron en Les Temps Modernes (en enero de 1950) un artículo titulado “Los días de nuestra vida” en el cual expresaban que “la verdad es que ni siquiera la experiencia de un absoluto como el horror de los campos de concentración determina una política”, justificando así su negativa a condenar a la Unión Soviética. La excepción fue Marcel Mauss, que tuvo el inmenso mérito de acertar sobre el bolchevismo desde el congreso de Tours, refiriéndose a los exterminios por hambre organizados por Stalin en Ucrania.

Los genocidios de mediados de siglo, desde el de Rusia hasta el de Camboya, se llevaban a cabo en nombre del futuro; el totalitarismo se proponía crear un hombre nuevo; era preciso, pues, eliminar a quienes no se prestaban al proyecto. En el régimen totalitario de Corea del Norte siguen floreciendo decenas de campos de concentración y entre uno y tres millones de personas han muerto de hambre durante los últimos años. ¿Quién se acuerda de los nombres de los boyardos que eliminó Iván el Terrible? Nadie. Afortunadamente, Stalin y Hitler se equivocaron, la memoria ha vencido al olvido que intentaban imponer; no deja por ello de ser cierto que, recordando el pasado, se identificaban con el verdugo, no con la víctima. ¿Cómo es posible que el humano se convierta en bestia feroz? ¿Es el sistema lo que pudre a los hombres? ¿Realmente no hay barrera alguna entre el mal y uno mismo? O será lo que Germaine Tillion denominó como la “propensión de la especie” o, más brutalmente, la “vertiente atroz de la humanidad”.

El siglo XIX produjo una visión ideológica apocalíptica: el marxismo. Karl Marx delineó a la praxis como el medio de transformación en la que los hombres y sus acciones conducirían el destino de la sociedad en una evolución unilineal, darwiniana, desde el capitalismo. El nudo gordiano del marxismo residía en que tanto la clase media y la "aristocracia obrera" eran excluidas de su esquema al considerarse la relación de explotación como una ecuación directa de capital-trabajo, los elementos de la relación de propiedad. Al resultar la propiedad el centro de la antípoda poseedor-desposeído, tal sociologismo obvió a la sociedad civil. Por eso Marx escogió, sin saberlo, a la clase errónea, al proletariado, que ya para finales del siglo XX carecería de peso en las economías y las sociedades.

Su obra fijó los prerrequisitos del paso al socialismo a partir de un nivel técnico económico, elemento que se violó por las llamadas “vanguardias voluntaristas”, como le señalaron Mijail Bakunín y Karl Kautsky. Por eso, sin el golpe de Estado propinado por Vladimir I. Lenin en la Rusia zarista, los marxistas jamás hubiesen ascendido al poder político, pues las predicciones de Marx sobre el capitalismo no sólo no se cumplieron, sino que se cumplieron al revés. La vanguardia bolchevique liderada por Lenin, tras aniquilar la democracia burguesa, se erigió en juez supremo e intérprete de la doctrina. León Trotsky calificó tal teorema como una "teocracia ortodoxa", el locus tenens del proletariado.

Y es así que se desembocó en un siglo XX que ya no es hipotético sino real. Fue el siglo de las utopías realizadas, en el cual todo difirió de las previsiones. Las guerras y los sismos más opuestos a la naturaleza sacudieron el globo terráqueo; las transacciones comerciales ya no contarían más que las relaciones diplomáticas. Los pueblos civilizados cayeron en la barbarie de las ejecuciones y las deportaciones en masa. Alemania instituyó las cámaras de gases. El salto teórico, del reino de la necesidad al de la libertad, estructurado por Marx cedió lugar a una esclavitud tal, por los bolcheviques, que la humanidad nunca la había imaginado. Las armas atómicas nos plantearían si el fin último del desarrollo mundial no es la desaparición de nuestra especie como tal, si la vida no está llamada a terminar: tal sería la resultante del humano y de su misión. En suma, la historia de la lucha de clases y el progreso implícito en el comunismo, no darían en el blanco.

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