google.com, pub-9878019692505154, DIRECT, f08c47fec0942fa0 Cuba Inglesa: Beatriz perdida en la arena

miércoles, 1 de febrero de 2012

Beatriz perdida en la arena

El cerdo era la razón poética. Lo supo la marquesa nada más poblar los arenales thamacuneses, sopesar la calidez de sus lechos y descubrir, encendida, el ondular de los cuerpos desnudos, las piaras desfilando a lo largo de la costa, blanca como la masa de un coco abierto en cruz. Los rostros, las risas, las estratagemas desde las que Adenauer proyectara su iconografía porcina, rescatada para el Himeneo de la Refundación.


Durante muchos años, aun sin saberlo a ciencia cierta, Beatriz de Eugenia había recreado, en La Habana, la fecunda realidad del Reducto. El Hecho Thamacun cuando no era más que una idea, un sopor incorpóreo, fugaz, inservible casi. Ocasionalmente, siempre que se lo permitían las circunstancias –el marqués de Eugenia, las trampas de una cotidianeidad fastuosa, pero incompatible consigo misma—, había buscado La Playa. El mar, la arena, el olor del mar, la sal en los labios, la hedónica potestad de los torsos cimbreantes, de las caderas rotando sobre su eje. La espuma en la piel, el golpe de las olas. Los niños jugando. Los cerditos en fila india.

Durante muchos años había buscado La Playa en busca, no lo sabía entonces, de su infancia. Buscado y encontrado --ya no le cabían dudas— a la niña de vuelta. “Todos deberían saberlo --insistía la marquesa al oído de Richard Megan—, encontrar a la niña es regresar definitivamente a La Playa”. Beatriz perdida en la arena. Thamacun camino a La Ciudad Prohibida. El Hecho, por fin, en posesión del Cerdo.

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