por Armando Añel
Hay un tramo de la I-95 paralelo a la zona de Brickell, cuando quiere convertirse en US-1 y se precipita sobre Coconut Grove, en el que Miami aflora en todo su esplendor. La bahía, los rascacielos ágiles merodeando Key Biscayne, la red de puentes y circunvalaciones dibujándose limpiamente en el horizonte mientras abandonas el volante y caes en velocidad.
De la ciudad plana, homogénea, a la ciudad vertical, desafiante. Es el Downtown y es la capital de las Américas un poco más allá –Key Biscayne al sur, South Beach al norte–, entre los edificios como inclementes baobabs de cemento, hierro y cristal.
La niebla de la ciudad gemela alzándose en espirales fugaces. La niebla ficticia de la ciudad real contra el vapor real de la ciudad ficticia, encajonada (Kendall, La Pequeña Habana, El Doral, Hialeah, Miami Lakes...). Miami es una y dos ciudades descendiendo el tramo de la I-95 paralelo a la zona de Brickell: presente y futuro de la mano, realidad y ficción, variedad y monotonía.
La gran tradición americana de la libertad es, entre otras muchas cosas pero esencialmente, la gran tradición americana de la libertad de movimiento. La libertad traducida como espacio de conquista. La libertad aquí es explorar, aventurarse, conquistar. La libertad de correr riesgos y asumir responsabilidades.
La libertad de jugar tu rol. La libertad de ser el niño en el zigzagueante juego de rol que, finalmente, resulta que es la vida.
Quien no conduzca, sobre todo quien no conduzca en los Estados Unidos, no podrá explorar orgánicamente, en profundidad, el estado de derecho a la americana. No habrá ejercido la libertad en su variable más vertiginosa y terminante.
Cayendo sobre Coconut Grove.