por Enrique Collazo
Históricamente, la política exterior norteamericana se ha sustentado en dos doctrinas, que son el idealismo wilsoniano y el realismo político. Ambas basculan periódicamente entre las demandas del poder (interés nacional, seguridad nacional) y los imperativos morales (democracia, ordenamiento jurídico, derechos humanos).
Con la llegada a la presidencia de Barack Obama, la diplomacia norteamericana se aprestaría a moverse desde el paradigma de la seguridad nacional y las guerras preventivas, defendido por George W. Bush después de los ataques terroristas de 11-S, hacia una postura —podría decirse— idealista, reasumiendo valores tales como el pleno respeto a los derechos humanos.
Vale la pena detenerse aquí en unas palabras del ex secretario de Estado Henry Kissinger, citadas por el venezolano Carlos Rangel en Del buen salvaje al buen revolucionario:
“La tentación de atribuir los fracasos a las intrigas y excesos de los extranjeros es tan antigua como las naciones mismas. La América Latina está constantemente tentada a definir su independencia y unidad por medio de la oposición a Estados Unidos [...] No esperamos que todos (los latinoamericanos) estén de acuerdo con nuestras opiniones, pero tampoco podemos aceptar una nueva versión del paternalismo, según la cual aquellos que tienen obligaciones carecen de derechos, y aquellos que reclaman derechos, no aceptan obligaciones”.
Es curioso como siendo el discurso de un ex secretario de Estado republicano, Obama, presidente demócrata, suscribe y ejecuta tal cual esta orientación de la política exterior norteamericana en su traspatio (New Beginning, o nuevo comienzo), como demostró su discurso en la reciente Cumbre de las Américas. Será porque desde hace un siglo aproximadamente dicha política exterior es política de Estado, gobierne quien gobierne, y se basa en paradigmas muy sólidos.