por Armando Añel
Al momento de ser destituido por el Ejército, tras una orden del Tribunal Supremo (TS) hondureño –ahora mismo es esto lo que se sabe-, el presidente Manuel Zelaya se aprestaba a dar un Golpe de Estado en Honduras: A imagen y semejanza de su referente político, el golpista Hugo Chávez, pretendía alterar la Constitución con el propósito de reelegirse.
Cabe recordar cómo se las arregló Chávez para burlar la voluntad popular hace pocos meses en Venezuela, convocando un segundo referendo –por supuesto, ya concebido para ganar por las buenas o por las malas- apenas un año después de que el primero expresara claramente el sentir del pueblo venezolano: No a la reelección indefinida del discípulo de Fidel Castro.
En el caso de Zelaya, se trataba de darle también un golpe a la Constitución hondureña, pero pasando por encima del Congreso y del TS. Estas últimas, no se olvide, son instituciones claves en cualquier democracia que se respete; de hecho, entre otras cosas, han sido diseñadas para hacer respetar las estructuras democráticas de las que la Constitución de la República es base fundamental. Tanto el Congreso como el TS habían desautorizado previamente a Zelaya, que pretendía convocar un plebiscito –bajo cobertura, seguramente, de los petrodólares chavistas- para alterar la Carta Magna.
Una democracia funcional es antes que nada, incluso por encima del presidente de turno, un conjunto de reglas e instituciones que garantizan el Estado de Derecho, y que no pueden ser arbitrariamente alteradas. Es lamentable la destitución a la fuerza de un presidente, ciertamente, pero mucho más lamentable resulta, sin duda, que un presidente intente la destitución a la fuerza del orden constitucional, institucional, legal, que se ha dado un país. Es lo que intentaba Zelaya en Honduras y es lo que ha conseguido en los últimos años, en la región, más de un aspirante a dictador vitalicio.
En democracia, corresponde al Ejército defender el orden constitucional cuando el poder ejecutivo, o cualquier otro, lo amenaza. Va siendo hora de parar en seco la demolición de las estructuras democráticas en Latinoamérica, proceso llevado a cabo, en la última década, desde la institución presidencial. Ojalá lo consigan los hondureños.