por Jorge A. Sanguinetty
Hay que reconocer que una economía de mercados libres funciona sobre ciertas premisas básicas, siendo una de ellas la existencia de un estado de derecho y otra una cierta prevalencia del comportamiento ético de los agentes económicos. Cuando las empresas de un ramo determinado abusan de su poderío económico y tratan de tomar ventaja de sus clientes por medio de prácticas que son moral o éticamente reprochables, se puede justificar un cierto grado de intervención gubernamental para proteger al consumidor.
En definitiva, el papel del gobierno en una economía radica en la producción o suministro de lo que los economistas llaman “bienes públicos”, que son aquéllos que benefician simultáneamente a toda la ciudadanía, como es la seguridad nacional, la estabilidad de la moneda, el imperio de la ley y la confianza del público en las instituciones financieras. Si el bien público “confianza” no puede ser suministrado por las entidades privadas, la ciudadanía puede llegar a exigirle al gobierno que “haga algo” para restaurar la confianza, aunque ya en este punto se puede decir que la sociedad ha sufrido una gran pérdida. La ley por sí sola o el poder gubernamental no pueden reemplazar toda la confianza que una economía libre requiere para funcionar eficientemente.
Ya forzado a intervenir, el gobierno no debe basar sus medidas en la premisa de que el consumidor es un infeliz que siempre necesita la vigilancia o el cuidado de un hermano mayor (como el “big brother” del totalitarismo). Es indudable que se requiere un cierto equilibrio entre la intervención del gobierno en la economía y la necesidad de mantener un grado elevado de libertades civiles, que incluyen las de los mercados. No es nada fácil determinar precisamente el punto de equilibrio óptimo. En este aspecto recordemos que una cosa es que el gobierno regule el tráfico de autos decretando que todos manejen por el lado derecho de los caminos, y otra es que el mismo gobierno les diga a todos por dónde deben ir. La regulación excesiva es tan mala como la falta de regulación, del mismo modo que la libertad desorganizada es tan mala como la falta de libertad.