por José Luis Sito
El niño corría por el pasillo del tren. El aliento, el corazón que late, corría de un lado del paisaje al otro, paisaje a derecha y a izquierda. Bailando, flotando, feliz, riendo, alegre, ligero. Aquel árbol, aquella nube y este verde, esa montaña, no estaban en el mismo plano de visión. Más. Quiero más. Todo este espacio a derecha, a izquierda, y corriendo como el amor libre en el aire, deseoso de abrazarlo todo, de poseerlo todo. Correr porque todo fluye, se mueve. De este lado aquella colina desaparecía, llevada. Del otro, las variaciones de luz transformaban todos los colores. El tren corría, con el niño, con las montañas, el azul del cielo cambiaba a cada instante, con sus nubes tan diversas, distintas y múltiples.
No nos bañamos nunca en la misma corriente de agua. Este pedazo de madera flotante, muerto, que pasa delante de nosotros, vive bajo la misma ley del Universo, navega. Un barco amarrado en el puerto y un tren parado en la estación blasfeman contra el Universo.
Ponerse en movimiento no es tan siquiera una necesidad, o una urgencia. Es lo natural al galope. Por lo tanto, en consecuencia, querer detener el curso de las cosas o inmovilizarlas, es una ilusión de los espíritus amargos y resentidos. El resentimiento es precisamente lo viejo roñoso y entristecido. Sentarse y rumiar un pasado pasado y mal digerido. Una construcción melancólica que ignora la fluidez del tiempo.
Si decimos que la evolución nos ha hecho para el amor, decimos al mismo tiempo que las galaxias danzan y todo vuelve y empieza de nuevo en un eterno vértigo. Movimiento sin fin.
De nuevo otra mañana, pies ligeros, movilización alegre de todos los sentidos.