por Carlos Alberto Montaner
No hay tarea más ingrata para los cubanos, pero tampoco más urgente, que la de convocar al examen implacable de nuestra propia mentalidad social hasta que asumamos, con toda humildad, la conciencia de nuestros errores de comportamiento. La democracia no es el producto de un frío acuerdo político, y la prosperidad no es el resultado de una correcta organización económica sugerida por los libros de texto. Una y otra son la consecuencia de una cierta mentalidad social. Ni siquiera es verdad que un país, para ser democrático, tiene que traspasar cierto umbral de riqueza, porque ahí está el ejemplo contradictorio de la India, donde la complejísima trama social y la pobreza extrema y endémica no han logrado demoler el modelo democrático de gobierno.
No puede aceptarse, tampoco, que las peculiaridades naturales de Cuba condenen a la Isla a la pobreza. El examen frío de los datos también puede negar la prosperidad a un país como Japón, superpoblado, carente de energía, fragmentado en centenares de islas. La viabilidad de Cuba como nación próspera y justa sólo depende de la voluntad de rectificación de los cubanos.
Esto quiere decir, en síntesis, que la revolución que hay que proponerle a nuestro pueblo es la más singular de cuantas se han propuesto: una revolución sicológica, íntima, personal. Con la misma convicción que los cubanos de los años cuarenta y cincuenta creyeron que el camino a Utopía pasaba por la honradez en el manejo de la cosa pública, hoy hay que convencerlos de que no existe solución colectiva a nuestros males si antes no se pone en marcha una profunda modificación de la conducta individual. Esta revolución, obviamente, no es política, y ni siquiera ética, en su estricto sentido, porque no se trata de convertir cubanos malos en buenos, sino de predicar y prescribir el tipo de conducta personal en el que puedan florecer la democracia y la prosperidad.
La democracia sólo puede cultivarse en el diálogo pacífico, en la tolerancia y en la voluntad de compromiso. La prosperidad inevitablemente surge en un prolongado clima de orden, autodisciplina y previsión. Irónicamente, en estas complicadas cuestiones de estado no hay más secretos que esas simples verdades de Perogrullo. No me refiero, por supuesto, a la resurrección de aquella frankesteiniana operación de construir “hombres nuevos” que propuso el Che Guevara, originada en la acción impetuosa del Estado, impuesta desde fuera por el aparato coactivo del poder, sino a una modificación del quehacer ciudadano producida por la voluntaria admisión de un desolador diagnóstico: o cambiamos nuestra mentalidad o estamos permanentemente condenados al fracaso.