por José Vilasuso
El pasado desfile de primeros mandatarios latinoamericanos ante el dictador más antiguo del planeta, Fidel Castro, se cuenta entre los sucesos más lamentables del continente registrados en esta época, cada día más indescifrable, contradictoria y compleja. Aunque, a fin de cuentas, contemplamos un mero hecho que no acapara mayor peso en balanza a la hora de justipreciar los fundamentos del buen gobierno y la mejor política regional. Porque los desaciertos y patinazos públicos, por grandes y escandalosos que sean, jamás pueden opacar las creaciones orientadoras y logros humanos de verdadera valía. Con mayor razón tratándose del impacto profundo e incomparable de una buena lectura. Gobernantes vagarosos y repetidores de consignas se riegan por las esquinas; mas un libro bien escrito no es noticia corriente: es noticia fuera de serie, al menos para los que no limitan su cabeza a calarse una gorra de pelotero.
Apenas el comportamiento indefendible de los presidentes y presidentas mancha sus trajes impecables y de hechura a la medida; de repente, por simbiosis diría, se enciende un faro para recordarle al observador neófito. No temas, nada se ha perdido, hijo mío. Vuelve el rostro, toma el nuevo título, ábrelo, comienza a leer.
En efecto, en contrapunto con la verbosidad y euforia desplegadas por Cristina Fernández en su apología del castrismo desde La Habana, un título representativo y que reafirma los principios democráticos y libertarios acaba de caer en nuestras manos, ávidas de lecturas con gramínea ventajosamente compensatoria: El poder y el delirio (Tusquets, Barcelona, 2008), de Enrique Krauze.
Bastan los créditos para confirmar la calidad del material. Krauze, historiador mexicano, estrechamente ligado a Octavio Paz y a las revistas Plural y Vuelta, durante las últimas décadas ha sido un firme teórico del pluralismo adherido a argumentos invariablemente serenos, consistentes y probados por los hechos. Es el historiador que al saber académico y rigor investigativo une la irrebatibilidad de los principios. Buen periodismo salpicado de literatura buena. Pero antes que nada, estamos ante un libro de historia, historia presente, historia vivida, en la que todos deberíamos saborear la narrativa compacta, las anécdotas imborrables y las diarias entrevistas con testigos insustituibles y relevantes, personajes claves en la tierra de Doña Bárbara. Porque las entrevistas también forman parte de la historia.
La defensa de la libertad, valor supremo de la ciencia política, jamás contempla el golpe esquivo o la mirada de revés ante los posibles desaciertos de sus signatarios. La firmeza de convicciones asegura la veracidad de los juicios emitidos, pues el lector de tiento pronto adivina que, si de improviso alguna contradicción surgiera, don Enrique sería el primero en admitirla, y el error reconocerlo. He ahí la fuerza de convocatoria que avala al expositor honesto. Valor agregado que todos estamos obligados a acompañar, aprovechándonos tanto del conocimiento irrebatible como de la conciencia libre que lo consolida. Aquella que pone lo comprobado por encima del suceso, no importa cuál y sin menoscabo de su naturaleza, tendencia o filiación. Nada probado es adverso ni desventajoso, la verdad siempre va de nuestro lado. La verdad supera el mejor gusto y la más grata de las complacencias.
Como resultado, tenemos a mano la lupa que jamás evade al impugnador de puntería. Es más, lo busca con ahínco, nunca teme dar el pecho a las balas argumentativas más certeras. A la larga, más importante es reconocer lo verdadero que imponer la duda; por no decir las noticias inciertas y los efectismos que, invariablemente, constituyen un flaco servicio a la causa, la que sea. De lo contrario, ¿acaso se anota en la pizarra la victoria obtenida versus uno de esos auto-reconocidos escritores y “analíticos” políticos tan de moda en la cibernética cubana?