por Carlos Alberto Montaner
Fidel Castro no ha estado solo en su tarea de odiar y destruir la historia republicana. Ha contado con la indirecta complicidad de muchos cubanos que crecieron, que crecimos, detestando la breve historia de la república. Tal vez nunca supimos hacer esa fina y necesaria distinción entre los hombres y las instituciones. Entre el presidente que autorizaba o condonaba un hecho censurable y la muy respetable presidencia; entre el legislador venal o el juez corrompido, y el respeto a la ley.
No se enseñaba en Cuba, ciertamente, a discriminar entre la actuación de los hombres y el espíritu de las instituciones. Y eso era grave, porque la firme permanencia de las instituciones acaba por domar las faltas de los hombres. ¿Qué eran, en el orden político, aquellos Estados Unidos que Martí describe en sus admirables Escenas norteamericanas, sino una república encharcada en los peores vicios? Había robos, cohechos, malversaciones, fraudes electorales, violencia. Pero todo ello, en gran medida, se fue corrigiendo porque los norteamericanos han tenido, a través de más de doscientos años, la afortunada posibilidad de seleccionar continuamente a los administradores del patrimonio común, mientras veían robustecerse a las instituciones. La práctica política norteamericana de hoy no es ni remotamente perfecta, pero es infinitamente mejor que la de hace cien años, y considerablemente más honrada que la de hace medio siglo. Contrario a la aseveración del poeta, en política, por lo menos en política norteamericana, cualquier tiempo pasado fue peor.
Mal, muy mal, hicimos todos en denigrar el ámbito institucional en el que nos movíamos. Las instituciones de la República debieron estar siempre por encima del juicio contra ciertos condenables actos de nuestros gobernantes, y aun cuando se actuara frente a la ilegalidad electoral de Machado o el golpismo de Batista, el norte debió ser la rápida restauración del marco institucional y no la creación de un orden nuevo, porque el costo social y humano de erigir un orden nuevo casi siempre resulta insoportable. Cuando yo era un chiquillo de quince años, en medio del vendaval revolucionario del 59, solía justificar lo que ocurría con un sonsonete que entonces repetía mecánicamente, pero supongo que sin entender del todo sus graves consecuencias: “La revolución es fuente de derecho”. Hoy me doy cuenta que eso, precisamente, es lo malo de las revoluciones: que son fuente de derecho, porque el derecho debe ser el producto de la sosegada evolución de las costumbres, o del pacto civilizado entre los hombres, y no el arbitrario resultado de la inconsulta voluntad de los vencedores.
No puede un país jugarse alegremente su destino por amor a la efímera gloria del sacrificio heroico. No hay virtud política alguna en lanzar una revolución tras otra, una convulsión tras otra, porque la política debe ser el arte del compromiso, la concesión mutua, la negociación serena. Es difícil en un país como el nuestro, en el que incesantemente se le rinde culto a la violencia, defender la lenta pero incruenta evolución de la sociedad, pero ojalá, si algo aprendemos tras la experiencia castrista, esto sea una doble lección, cuya primera parte nos inculque el supremo horror a la violencia, y la segunda nos enseñe a asumir humilde y responsablemente nuestra historia pasada, con todas sus flaquezas, con todos sus errores y con todos sus aciertos, porque esa historia, cualquiera que sea, es la única arcilla con que contamos para la edificación de una patria madura, civilizada, esto es, humanamente habitable.