por Ignacio T. Granados
Romper moldes y convenciones ha sido siempre una facultad del arte, como una naturaleza suya; pero el secreto estaba en la autenticidad del gesto, garantizada por la precaria y azarosa vida del artista, que es lo que lo hacía independiente. Es decir, cuando la performance depende de convenciones y moldes, ya ahí hay razones para la duda; y el manto de ilegitimidad, entonces, se extiende sobre una obra que no cuenta con valores formales, sino sólo con su supuesta legitimidad en lo subjetivo. Tania Bruguera sirve, así, para cuestionarse por fin la consistencia de tanta pretensión experimental; y más aún, aunque ya eso afecta a su sentido mismo, para escandalizarse con la facilidad de los artistas para prostituirse.
Otra cosa si la Bruguera fuera una drogadicta, que además vendiera su cuerpo en las calles para financiar su performance. ¿Pero cocaína pagada por el gobierno que la combate? Quizás para poner a ese gobierno en ridículo; puede ser, pero también se ridiculiza la seriedad de tanto mecenas que se rasga las vestiduras cuando le amenazan los dineros —ajenos, son de impuestos— de las artes. Sólo que el sentido era otro, atrabancado en esa odiosa función social que han atribuido al arte los mediocres, y que en verdad sólo alimenta ambiciones egocéntricas y fútiles, sin más utilidad que la sonrisa triunfante para el camarógrafo.
Buen tema, ahora que tantos se rasgan los vestidos con los recortes para las artes. Como que la crisis, después de todo, resulta un despojo que nos ofrece Dios para salir de tanta farsa. Lo malo es que este fiasco de la Bruguera se extiende a otras acciones, como aquella de los minutos de libertad con paloma en el hombro; como que hasta la pobre disidencia cubana es pasto factible para quien sólo busca satisfacciones propias.