por Antonio Ramos Zúñiga
Para el mundo, la voz y el dolor del pueblo cubano han sido menos importantes que tolerar al dictador y darle abrazos. ¿Por qué? Se dice de todo: Castro es una de las primeras fortunas del mundo, lo adoran en Hollywood, es agente de la CIA y ayudó a derrumbar el bloque comunista que lo subsidiaba; un santero babalao nigeriano lo cuida, tiene tantas deudas que lo quieren vivo para ajustarle cuentas, y se dice lógicamente que el pueblo cubano, tras cincuenta años de sucesiones generacionales resignadas, ha aceptado las reglas de Castro oponiendo solamente algunas disidencias mediáticas. También existen críticas al exilio político por carecer de unidad e iniciativas ante el bastión castrista.
En el menú de argumentos, no falta la teoría de la conspiración. Castro sería inmune ya que es miembro del club global de los superpoderosos que pretenden gobernar el mundo desde los bancos y las computadoras en sociedades consumistas socializadas regidas por la fantasía democrática: algo así como el socialismo europeo aderezado con Orwell. Esta teoría es sólo plausible como método para abordar la “realpolitik”, esa entraña de intereses creados en el que Castro participaría en alianzas oportunistas con la cofradía internacional neocomunista, el gran capital europeo, los negocios de lavado de dinero y la influencia del poder. Castro ha demostrado que tiene influencia para manipular a la opinión pública mundial desde una silla de ruedas, gracias a que tiene dinero, fama, debe ser un gran accionista en los negocios internacionales y, aunque no nos guste, tiene buenos amigos en la política de Estados Unidos y Europa. ¿Pero es esta la clave del éxito totalitario castrista?
La Cuba de 1959 pudiera ser la clave. Castro no sólo abolió el capitalismo, sino que destruyó a la Cuba competitiva. La ingeniería social comunista atrofió un país que progresaba pese a las calamidades políticas. Cuba había superado económicamente y en calidad de vida a muchos países latinoamericanos y a todos los antillanos, y el esquema estratégico de desarrollo le aseguraba una buena relación comercial con Estados Unidos y el mundo. Pero las grandes metas de los capitalistas cubanos de potenciar a Cuba quedaron fuera de competencia con el nuevo orden comunista. Cuba se cerró al mundo, todos los renglones económicos cayeron, y es imperdonable que sólo queden restos improductivos de aquella pujante industria azucarera que daba gloria y divisas al país.
Es lógico que los vecinos sacaran ventajas de la retirada cubana de la competencia. Gracias al exilio cubano, creció el potencial del sur de la Florida, se pobló e irradió como destino comercial y turístico. México, Puerto Rico y República Dominicana desarrollaron sus respectivas industrias turísticas, y varios países se repartieron los cupos mercantiles cubanos, como el azúcar, productos agrícolas y manufactureros, etcétera. La involución cubana benefició a los capitalistas caribeños, que aún se favorecen con una Cuba limitada económicamente. De estos vecinos, favorecidos por el aislamiento isleño, sólo se puede esperar la apatía y el desapego ante la causa de la democracia anticastrista. De hecho son aliados y acreedores de Castro, y no simpatizan con el exilio cubano. También España entró en escena, esta vez como el capitalista poscolonial que comparte con la familia Castro un sinnúmero de negocios de altos quilates. Todos se han beneficiado, han hecho fortunas: los Castro, sus amigos comunistas y capitalistas, ahora los chavistas… todos menos el pueblo cubano, que será quien tenga que pagar una de las deudas per cápita más grandes del mundo.
Por eso, la Cuba del 59 es la clave. Le temen a esa Cuba. Sin Castro, con democracia y la vuelta de Cuba a la competencia, cambiaría el panorama de la riqueza en Latinoamérica. Los cubanos sueñan con un país próspero y puntero. Sería más fácil progresar por la afluencia de los capitales cubano-americanos. Como esos vecinos le temen a la Cuba del 59 y a la nueva Cuba, prefieren que Castro siga en el poder.