por Armando Añel
Hubo un tiempo en que me era imposible entender por qué tantos intelectuales se reconocían castristas, socialistas o, para utilizar un término suficientemente ambiguo, progresistas. Si la principal característica del intelectual supuestamente era, digamos, disponer de un intelecto por encima de la media y ponerlo a funcionar, ¿cómo podía ser que comulgara con regímenes, teorías e individuos minuciosamente refutados por el día a día, por la realidad de un mundo interconectado, desplegado ante sus ojos como una bandera?
Luego accedí al mercado y pude “sufrir” en toda su intensidad la ley de la oferta y la demanda. Como asegura el profesor Adolfo Rivero Caro, “es difícil vivir en el capitalismo, es demasiado revolucionario”. Por supuesto, en un marco en el que la demanda --salvo excepciones— desdeña lo literario, el intelectual típico se siente descolocado, cuando no ninguneado. Su producto no se vende: la gran masa no lo compra. El capitalismo es injusto, concluye entonces, porque no valora en su justa medida su talento, su obra, su currículo, su capacidad.
Así, reacciona atacando el sistema y, en consecuencia, defendiendo regímenes estatistas por el estilo del cubano, que suelen subvencionar lo “insubvencionable” (¿sería justo, por ejemplo, que en una Cuba capitalista subvencionáramos con nuestros impuestos a Abel Prieto?). Se trata, en el fondo, de puro interés personal.
Pero sin duda el drama del intelectual en la economía de mercado lo resume mejor Ayn Rand en Qué es el capitalismo (The Objetivist Newsletter, 1965):
“Un manufacturero de lápices labiales puede amasar una fortuna mucho mayor que la de un fabricante de microscopios, aun cuando pueda racionalmente demostrarse que los microscopios son científicamente mucho más valiosos que los lápices labiales. Sí, pero valiosos… ¿para quién? Un microscopio no es valioso generalmente para una modesta taquígrafa que lucha por ganarse la vida con su trabajo y, en cambio, un lápiz labial sí lo es. Un lápiz labial puede significar para ella la diferencia entre la confianza en sí misma y la desconfianza, entre el esplendor y el sudor”.
Consecuentemente, la llamada intelectualidad reacciona contra la idea de la reducción del Estado porque ese mismo Estado le garantiza la supervivencia a gran escala, valora “en su justa medida” al microscopio. Hace causa con los pobres, con los necesitados, porque éstos le adosan su santa imagen a cambio, tras la que va en procesión o se parapeta, y porque los necesitados, como los propios intelectuales, apenas si pueden valerse –o se resisten a valerse— por sí mismos. Se rebela, en fin, contra el “imperialismo”, emblema perverso, sobredimensionado, de la iniciativa y responsabilidad individuales. Ser progresista para la intelectualidad subvencionada es “estar con los pobres”, no trabajar --lo cual nada tiene que ver con arengar— en función de eliminar la pobreza.