por Armando Añel
La Habana no sólo conserva las ruinas de lo que fue La Habana, esos espacios sodomizados por el tiempo y la desidia, en los que la ciudad que fue apenas si emerge de entre las piernas de la ciudad que es (o no es). Las fachadas sucias, moribundas, derruidas –pero también sus interiores—, los balcones desmadejados sobre los baches de unas calles ya irreconocibles, los apuntalamientos y costurones, las sábanas que alguna vez fueron blancas ondeando en la distancia, como vestigios de un armisticio que el castrismo nunca podrá ofrecerle a la capital cubana, a la nación cubana.
No habrá paz en Cuba mientras el actual régimen persista, o por lo menos conserve su carácter excluyente, discriminatorio. Habrá la guerra de los hombres y el tiempo, una contienda que continúa destruyendo minuciosamente la ciudad sodomizada.
Es lo que está a la vista. Aunque, con más frecuencia de la deseable, se olvida a la otra ciudad, aquella que aguarda, sumergida, por un futuro más invocado –o deseado— que visualizado. La ciudad de los que acuden a la ciudad huyendo del campo arrasado por la incuria gubernamental, que desembarcan a remolque del hambre, la desesperación y, sobre todo, la esperanza de hallar una salida, de “escapar” a cualquier precio. Llegan de todas las provincias y regiones, aunque predominan los “palestinos” (como los denominan, peyorativamente, los habaneros). Gente nacida en la zona oriental de la Isla, donde vino al mundo la vieja guardia reaccionaria que, en el poder desde hace medio siglo, los expulsa de la ciudad a la que arriban esperanzados. Ya se sabe: no hay peor astilla que la del mismo palo.
Un cable de la agencia EFE reveló recientemente que desde 2006 más de veinte mil ciudadanos que residían sin permiso en La Habana –en la Cuba de los hermanos Castro hay que pedir permiso hasta para trasladarse de una provincia a otra— fueron desalojados y devueltos a sus locaciones originarias. El fenómeno, según el periódico oficialista Juventud Rebelde, ha generado 46 asentamientos “ilegales”, dispersos por los quince municipios capitalinos.
Dichos asentamientos, las favelas invisibles de La Habana, proliferan desde hace tiempo en la ciudad, pero de una manera tan subrepticia y marginal –por lo general en la periferia— que muchos habaneros ni siquiera se dan por enterados. En este apartado, la crisis del transporte público, el periodismo castrista y la desidia general contribuyen a la desinformación. Yo mismo, que viví durante 33 años en la capital de la Isla, apenas descubrí estos caseríos –si así puede llamárseles— pocos meses antes de dejar Cuba, como reportero de la agencia Cuba Free Press, que fundara en Miami el activista Juan A. Granados. Constituyen, probablemente, la metáfora más acertada de lo que ha significado la llamada “revolución cubana”: chozas de la desesperanza donde la miseria, el hacinamiento y la corrupción campean por sus respetos.
Entretanto, la ciudad visible degenera como un antiguo animal, abandonada a su suerte por quienes supuestamente debían revolucionar el país, desarrollar el país. En sus balcones, en los que el recuerdo de la orgullosa capital aún persiste, ondean sábanas blancas en reclamo de un armisticio. Sábanas amarillas, vestigios al viento de la ciudad sodomizada. Todavía, dicen algunos, se goza en La Habana.