por Armando de Armas
Cuando hace cincuenta años partieron los primeros exiliados cubanos hacia Miami, de todas las clases pero mayormente de las clases media y alta, cuentan que Fidel Castro dijo a uno de sus colaboradores más cercanos: ¡A enemigo que huye, puente de plata! Pensaba con cierta lógica el ahora moribundo en jefe que los cubanos que huían se integrarían pronto a la sociedad norteamericana y se olvidarían de la Isla que atrás dejaban.
No fue así. Ni se integraron ni mucho menos, en su mayoría, olvidaron la desdichada isla que dejaron atrás. Más aún, el centro de la oposición al régimen militar cubano estuvo por muchos años asentado sólo en Miami, o en las cárceles en Cuba. No era la primera vez que la oposición a regímenes en la Isla se hacía desde el exterior. Fue lo que ocurrió en Tampa y Cayo Hueso cuando el exilio de las guerras de 1868 y 1895 contra España, fue lo que ocurrió en Miami cuando la revolución de 1933 contra Gerardo Machado y después cuando la revolución contra Fulgencio Batista, a finales de los años cincuenta. No obstante, cada vez más en los últimos tiempos la oposición a la dictadura comunista ha ido teniendo su centro en la Isla. Miami ha pasado a ser como la retaguardia, el apoyo moral, y en menor medida material, de los que en Cuba hacen oposición. La caja de resonancia de los que allá se atreven a hablar, la voz de los que no tienen voz. Sin Miami, la verdad, no habría oposición al régimen cubano.
Contrariamente a lo que comúnmente se cree, no es el gobierno de Estados Unidos el interesado en presionar a La Habana para que se democratice, y no son los exiliados cubanos, como se ha afirmado, marionetas del imperio. Son los exiliados, precisamente, los que se han sabido insertar en la política norteamericana, los que han cabalmente entendido cómo funciona la política del gobierno en este país. Han entendido la paradoja de un gobierno que es uno y muchos gobiernos, uno multifacético y maleable, uno en el que conviven los elementos que le ayudarían junto a los elementos que le eliminarían, y han aprovechado esa circunstancia paradojal para arrimar la brasa a la sardina cubana, para que el problema cubano no se olvide. Más: para que sea un problema de política doméstica, para que existan las leyes y medidas que apoyen y demanden la democracia en la Isla.
Esto es un logro fundamental del difunto Jorge Mas Canosa y lo que en un tiempo fuera la más influyente organización del exilio cubano, la Fundación Nacional Cubano Americana. Esa que, según reconoce con fastidio un estudio del Centro para la Integridad Pública de Washington, era la entidad de cabildeo étnico más eficaz en la capital estadounidense, tanto que superaba inclusive al cabildeo hebreo. El estudio se refiere a lo que llama papel poderoso y temible del grupo exiliado en la configuración de la política exterior de Estados Unidos respecto a Cuba, y desbarra contra el acceso de Mas Canosa a los centros de poder no sólo de Norteamérica, sino del mundo.
Lo que sí parece ser cierto es que, sin la militancia del exilo cubano, Estados Unidos probablemente hubiese acabado por arreglarse, como ya ocurrió con China y en menor medida con Vietnam, con la más feroz tiranía padecida en todo el hemisferio occidental.