por Carlos Alberto Montaner
Comienzo citando unas líneas de la canción Habáname de Carlos Varela: "Habana, Habana/si bastara una canción/para devolverte todo/lo que el tiempo te quitó/Habana, mi Habana/si supieras el dolor/que siento cuando te canto/y no entiendes que es amor".
Me han pedido que presente Havana Forever, a pictorial and Cultural History of an Unforgettable City (La Habana para siempre, una historia cultural y pictórica de una ciudad inolvidable), publicada por University Press of Florida este año de 2009, escrita en inglés por Kenneth Treister, Felipe Préstamo y Raúl B. García, tres magníficos arquitectos unidos no sólo por la profesión, sino por el amor a La Habana.
Para mí es muy grato porque se trata de una obra importante y muy bien investigada que penetra en el corazón de una parte sustancial de la cubanidad. Se han hechos muy buenas historias de Cuba y magníficos libros de fotografías de La Habana –quizás la capital más retratada de América Latina--, pero hacía falta esta historia de la arquitectura habanera, fragmento clave del acontecer cubano. Conocer esa evolución es aproximarse a nuestra historia desde un ángulo vital.
Mi Habana
Yo nací y viví los primeros diez años de mi vida en La Habana Vieja, en la calle Tejadillo, y guardo unos recuerdos entrañables de la ciudad, de sus olores rancios y salobres, de las campanadas de la catedral cercana, de algunas de sus calles, entonces adoquinadas, por donde transitaban viejos y maravillosos tranvías. Recuerdo, incluso, cuando los sustituyeron por autobuses, una decisión muy de la época, pero probablemente equivocada.
Como mi hermano mayor y yo éramos muy traviesos y arriesgados, anduvimos solos por todos aquellos parajes desde los siete años de edad, y era frecuente que nos escondiéramos en las cuarterías donde residían algunos amiguitos del barrio para evitarnos el aburrido expediente de acudir a la escuela.
Así, de una manera natural, fui adquiriendo el único nacionalismo real que existe, el de la vinculación emocional al paisaje urbano en el que uno crece. Tal vez, la única nostalgia real que siento, medio siglo después de haber dejado a Cuba, son esos recuerdos esporádicos que vuelven como chispazos imprevistos.
La patria es una noción inasible que se nos escapa fácilmente. Uno no ama a la patria en abstracto. Uno, en cambio, ama al paisaje que contempló durante la infancia y adolescencia.
El patriotismo real, el único psicológicamente posible, es el urbano, el citadino.
La democracia y el nacionalismo nacieron en las ciudades griegas, en cada una de ellas, no en la confederación que alguna vez se forjara. No había griegos en el sentido exacto de la palabra. Había atenienses, tebanos o espartanos que a veces se profesaban odios terribles.
Uno ama cierta callejuela en la que patinaba. Yo amo la Loma del Ángel en la que me deslizaba en una carriola o patinete de madera, hasta que las ruedas de un automóvil mataron a un chiquillo al que llamábamos “Motoneta” que solía hacer el mismo recorrido.
Amo el Anfiteatro donde aprendí a montar bicicleta, y la ancha acera de la calle Cuba, frente al parque, donde el viejo Evencio tenía un sitio en el que nos las alquilaba.
Amo, también, el bar Cabaña, donde a los once años estrené la atolondrada adolescencia de la primera cerveza y el primer juego de cubilete, y en el que una famosa actriz me hizo un cálido gesto lascivo que no he olvidado nunca.
Nota del editor. Havana Forever se presenta este 7 de diciembre, a las siete de la noche, en el Instituto de Estudios Cubanos y Cubano-Americanos de la Universidad de Miami(1531 Brescia Avenida, Coral Gables).