Uno de los objetivos prioritarios de la agenda de cambio de Barack Obama fue desde el principio, al menos sobre el papel, reducir la influencia de los grupos de presión más influentes, o acaudalados --los lobbies—, en Washington y su periferia. Ahora que el Tribunal Supremo, cinco votos contra cuatro (mayoría conservadora), ha eliminado los límites impuestos a las empresas en su financiación de las campañas electorales, ese objetivo parece desbastado.
“El fallo del Supremo es un duro golpe a la democracia”. “Abre las puertas al dinero ilimitado de los intereses especiales”. “Ahora estos intereses cuentan con nuevos motivos para gastar millones de dólares en publicidad con el propósito de que los cargos electos voten a su favor o para castigar a aquellos que no lo hagan”. Son palabras de Obama, en respuesta al dictamen de la máxima institución judicial de Estados Unidos.
La guerra prosigue. Y se acumulan los frentes.