por Armando Añel
En enero de 2008 un periodista de la Rioja hablaba de “un año crucial” para Cuba, en el que se definiría “el futuro político de Fidel Castro” y los dirigentes comunistas tendrían que dar respuesta “al anhelo de los cubanos por cambios que resuelvan los problemas cotidianos”.
Craso error. Si alguna seña de identidad resulta común a los dirigentes comunistas esa es, precisamente, la de no dar respuestas. Y no sólo por la minuciosa incapacidad del sistema en términos económicos, sino por la incomparable efectividad del sistema en términos represivos y de control social. El sistema --su masa dirigente— no responde: pregunta, exige, increpa, castiga. Y vuelve sobre su inmovilidad.
También por esas fechas Fidel Castro apuntaba con el dedo acusador al mismo blanco (ahora mestizo) de siempre: “En el transcurso de la madrugada habrá quedado atrás el año 49 de la Revolución y entraremos de lleno en el año 50, que simbolizará el medio siglo de resistencia heroica ante Estados Unidos”. Cincuenta años. Cinco generaciones de hombres. La frustrante esterilidad de cinco generaciones de hombres. Un régimen cuya retórica ha girado, durante cincuenta años, en torno a la demonización de su vecino del norte. Luego la nota de Google volvía, como vuelven casi todas, sobre la confusa convalecencia del hermano mayor.
Un régimen, un Estado, una nación --¿una revolución, una contrarrevolución, una comparsa suicida?— que gira en torno a la enfermedad de un hombre cuya permanencia en el poder rebasa el medio siglo. Una Cuba que gira en torno a su repetitiva inmovilidad. Es 2010, pero podría ser 2008. Y nos lo tenemos merecido. No hay que perder de vista que el castrismo es el precio a pagar por las irresponsabilidades políticas, la prepotencia nacionalista y los déficits culturales generados por la sociedad cubana a lo largo de su historia. Es el precio de ser noticia. No hay más que asomarse a Google.