por Ignacio T. Granados
Nada como la libertad de ser uno mismo y hacer lo que se quiere, incluso en estos tiempos en que campea la banalidad de parecer cosas; y eso está bien, porque al fin y al cabo humanos somos, y ha sido probablemente esa lucha feroz por la aparente coherencia la que ha frustrado tanta humanidad, diluyéndola en sus pretensiones. Es por eso que uno se asombra del escritor pequeño, que sólo hace lo que hace, que no escribe desde la posteridad, sino desde sí mismo; que tampoco lo hace para ella sino para quien a bien tenga leerlo, y con la misma lo deseche o lo retenga. Después de todo, vivir es un hecho tan casual y precario que no vale desgastarse en pretensiones; y a tan profundas cavilaciones se debe la comprensión de esa felicidad y persistencia de Rodrigo de la Luz cuando escribe.
No es —¡y asómbrese!— un intelectualista prolijo, de esos que pueden rifarse la firma de cualquier imagen porque escriben igual y perfecto, que han leído los mismos libros y tienen las mismas referencias, que son el producto seriado. Rodrigo es un tipo que, sin hacerse demasiados problemas, sencillamente escribe —¡pero es sólo un escritor!— sin preguntarse ni plantearse su trascendencia.
No es que desconozca defectos y limitaciones comunes a su generación, más o menos espuria en esos temas; es la dignidad con que los vive, y sencillamente sigue haciendo lo que quiere hacer, y por eso puede aspirar a ser feliz. De la crítica procaz que provoca, puede recoger ese voto intolerante; al fin y al cabo no se fue de Cuba para ser aceptado, sino para poder vivir sin necesidad de que se le acepte. Es un humanista y un hombre, con toda la pequeñez que eso implica; pero con la posibilidad además de ser feliz escribiendo —esa grandeza—, sin esos traumas que impone la posteridad a los que la pretenden, tan sólo porque de Dios es la última palabra, no la primera.