por Roberto Lozano
En 1959, eran muy pocos los que abrigaban dudas acerca de las buenas intenciones del liderazgo castrista. La gran mayoría de la población asumía de buena fe que los barbudos deseaban lo mejor para el país. Hacia ello apuntaban las declaraciones de éstos, en las que constantemente negaban sus intenciones totalitarias. Somos “verdes como las palmas”: era una de sus frases favoritas para negar la veracidad de la infiltración roja en el aparato del Estado y gobierno.
Sin embargo, a pesar de la gradual acumulación de evidencia empírica en el sentido de que las cosas no marchaban de acuerdo a lo prometido, ninguna figura de renombre logra que los cubanos despierten de su estupor o encantamiento. ¡Fidel, esta es tu casa! ¡Si Fidel es comunista, que me pongan en la lista! Lo intentan primero Manuel Urrutia, y luego Huber Matos, con sus renuncias, pero la gran mayoría de los cubanos, hechizada por el hipnotismo del líder carismático, no despierta a tiempo para apearse del carro totalitario.
Gracias a su largo viaje por el camino de la servidumbre, que ya acumula más de cinco décadas, la mayoría de los cubanos de la Isla, con la excepción de los presos de conciencia y la oposición interna, deambulan por la historia como zombies desprovistos de voluntad propia. Políticamente, sirven como “muñequitos montados para escena”, animados por la voluntad del “traidor de los aplausos”. Es por eso que su situación como pueblo cautivo y servil tiene que ver más con la postración de la nación alemana ante Adolfo Hitler, o del pueblo ruso ante José Stalin, que con el comportamiento típico de las masas latinoamericanas bajo las dictaduras.
No obstante, las causas de nuestro descenso a la servidumbre no debemos achacárselas exclusivamente a nuestro Führer tropical, al mito revolucionario o a la falta de tradición liberal. Las verdaderas causas, las profundas, debemos buscarlas en las características de nuestra cultura: la intolerancia, el simplismo, el machismo, la falta de seriedad, la incapacidad de llegar a las raíces de los problemas, la incapacidad de debatir civilizadamente, la falta de pragmatismo y la envidia ante el éxito ajeno. No por casualidad nuestros años de democracia son excepción. Ya lo había advertido Alexis de Tocqueville, que el hombre comúnmente prefiere la “igualdad en la servidumbre que la desigualdad en la libertad”.
Como ocurrió en la Alemania hitleriana, los efectos del hipnotismo del líder carismático se manifiestan en la destrucción, en cámara lenta, del andamiaje del país. En vez de quedar despierta y lúcida en el camino hacia el progreso, Cuba queda, gracias al totalitarismo castrista, estancada en el tiempo, como si su pesadilla también hubiese logrado paralizar el mundo. Lamentablemente, el impacto negativo, acumulado ya por más de cinco décadas, abarca casi todos los aspectos físicos y espirituales de la nación.
Nuestro prolongado viaje a la servidumbre tendrá un costo socioeconómico muy alto. La economía cubana acumula más de medio siglo derrochado en un mundo que, indiferente a nuestra desgracia, continúa avanzando tecnológicamente y materialmente, a un ritmo más acelerado del que lo venía haciendo antes de 1959. Este desfase tecnológico aumenta considerablemente la brecha que nos separa del Primer Mundo y dispara el costo material y financiero de nuestra reinserción futura. Qué decir del deterioro de nuestra infraestructura y de la destrucción de la industria y la agricultura, del sistema contable y financiero, del déficit habitacional y de la inmensa deuda externa que alguien tendrá que pagar o repudiar algún día.
También afecta el hecho de que han crecido varias generaciones sin experimentar el desafío de vivir en libertad. Sin lugar a dudas, las generaciones atrapadas por el hipnotismo castrista despertarán de la pesadilla totalitaria con la misma desorientación con que los berlineses salían de sus refugios tras un intenso bombardeo, durante la Segunda Guerra Mundial. Aunque nuestro totalitarismo no se las ha agenciado para que lluevan bombas, sí ha logrado someter a cada provincia y pueblo de Cuba a una especie de ametrallamiento permanente e imperceptible, de baja intensidad. Las ideas erróneas también tumban edificios. Ese ametrallamiento dejará como legado, además de la destrucción generalizada del andamiaje material del país, una huella psicológica profunda en la psiquis colectiva: toma tiempo reparar la carencia de autoestima en la mente del esclavo. Claro, existen esperanzas de que un modelo de mercado logre subsanar rápidamente el legado negativo del castrismo. Después de todo, los hombres bailan al compás de la música que se les toca.
La Cuba del Führer tropical ya no sueña: delira en su miseria material y espiritual. Todavía no logra siquiera abrir un ojo, aunque los gritos intermitentes del horror y el intenso parpadeo que precede al despertar anuncian que la pesadilla podría estar llegando a su fin.