por Ignacio T. Granados
El Romanticismo, en rigor, se lo inventaron los ingleses; y no todos, sino aquellos que no se aguantaron las convenciones; y no porque quisieran inventar nada, sino porque se dieron al placer de lo que quisieron hacer. Los franceses, frustrados por ese espíritu deshacedor de las revoluciones —cuidado con la Galia, que es letal— se apropiaron de eso, le pusieron un discurso hermoso y le embutieron un sentido grandioso, una ideología. Los alemanes, peor aún, asumieron esa construcción francesa y en el colmo de la esquizofrenia le dieron valor de identidad nacional y la hicieron ethos. Gracias a semejantes descalabros, hay que reconocerlo, heredamos mucha belleza; todo el patético gesto de una gesta de amor y sensualidad, desde el enfermizo Byron al estatuario Goethe, pasando por el alucinógeno Nodier.
No será casual que la revolución inglesa fuera industrial y económica, pragmática, mientras que la francesa se regodeó en lo utópico, con ese horror político y sangriento, ni que la alemana fuera furibundamente religiosa y filosófica. Al final, a los alemanes debemos el Surrealismo, que es valioso como canon y es una schola, pero que ha devenido, como escuela al fin, en el fraude institucional de las artes y el impresionismo en la crítica, que es intelectualoide, porque no es lo mismo que en la pintura. Sin embargo, los ingleses, sin tanto problema, alimentaron lo popular; porque el mejor gótico literario será alemán, y con ello un poco intratable, pero el canon de verdad es Frankenstein y no Alraune, y prosigue en la literatura norteamericana, que es genéticamente inglesa.
El burdo realismo norteamericano, con esa belleza de su brutalidad [Faulkner], determinó al mágico latinoamericano; que así no vino de aquel Crítico de los franceses sino del hiperrealismo inglés, por más que Carpentier se aprovechara. En vez de criticar tanto y arreglarle las cuentas a Dios, los norteamericanos se encantaron con su paradoja profunda, sin racionalizarla. Quizás sea por eso, a la hora de ser gozoso e infantil, que los ingleses nos dieron el sin sentido [non sense] un poco perverso de Lewis Carroll; mientras que los franceses nos legaron un petit prince, que es hermoso pero demasiado rígido y sensible, moralista y sentencioso con esas lecciones de vida; obviamente irreal [utópico] el principito, no onírico como un conejo con chistera.
No se trata de hacer ruido, pero si Occidente se funda en Europa habrá que hacer caso de ese elusivo espíritu de las naciones, que cierto culturalismo al fin y al cabo ya va siendo más racional que el racionalismo puro, tan abstracto como equívoco, con que se divierte Dios cuando nos mira desnudos e impotentes.