por Juan F. Benemelis
La vida en el planeta Tierra —debió llamarse planeta Agua— impone arquetipos especiales a los orígenes e historia del Sistema Solar. ¿Cómo es que la naturaleza ha construido un Universo tan complejo utilizando ingredientes tan simples como la materia y la radiación? Si nuestra comprensión y entendimiento del origen de las galaxias y las estrellas es defectuoso, significa que falta una interpretación sobre el accidente básico de nuestra existencia.
No es fácil comprender la ciega e incomprensiva hostilidad del universo circundante, que no sabe lo que hace, que no está consciente de su propio peligro, que desconoce el por qué de toda la caravana de brillantes y ciegas galaxias de estrellas que, ajenas a su propia majestad y magnificencia, corren a lo largo de los desiertos intergalácticos sin saber por qué corren, desde dónde y hacia dónde.
El físico John B. S. Haldane expresó que el Universo “no sólo es tan extraño como suponemos, sino que es mucho más extraño de lo que suponemos”. El universo circundante increíblemente está compuesto de pocas partículas elementales y campos; las cuatro partículas de la llamada primera generación: protón, neutrón, electrón y neutrino, además de cuatro fuerzas fundamentales: la gravedad, la interacción electro-magnética, la fuerza nuclear débil y la fuerte. Aunque la fuerza de la gravedad que nos sujeta a la superficie de la Tierra es el hecho más obvio e insoslayable de nuestra vida, esa fuerza es la más débil de las que existen en la naturaleza. La fuerza electrostática entre dos partículas elementadas cargadas es, por ejemplo, 1040 veces superior a su gravitatoria.
El físico David Milne admite que temas como el de la unicidad del universo o la “racionalidad” del Creador forman parte de un razonamiento metafísico que trasciende a la mera ciencia, y, por tanto, es idéntico en su género a los argumentos ontológicos de teólogos como San Anselmo, hoy científicamente descalificados. Pero a pesar de todo los ensaya, pues el “por qué” del Universo no constituye una cuestión científica: sólo el “cómo” compete a la ciencia. Por consiguiente, una teoría deductiva que intente penetrar en el por qué de las leyes físicas es esencialmente una construcción metafísica. De ahí que la regresión de Milne al paralogismo teológico sea una infracción no pequeña de las reglas del juego intelectual.
Tomás de Aquino separó la teología natural de sus ciénagas metafísicas, en un intento por hallar en el universo exterior alguna base para razonar acerca de Dios. Así, hizo del tránsito a la divinidad un asunto más racional que el salto místico de la citada prueba antológica del benedictino San Anselmo. Se podría señalar ese momento como el inicio del conflicto entre ciencia y religión, asunto que llegaría a su apogeo hacia finales del siglo XIX, cuando la publicación del libro del alemán Ernst Heinrich Harckel El enigma del universo, hizo llegar hasta el individuo común el mensaje (antropo-céntrico) de que el universo circundante era potencialmente explicable por la investigación racional y la observación común, sin invocar al espíritu elán divino, o los principios místicos o teológicos similares.
En las últimas décadas, sin embargo, los nuevos conceptos provenientes de la experiencia de la física contemporánea y su interpretación intelectual constituyen una inversión tan completa de la vieja imagen desarrollada por la ciencia natural que, en opinión de ciertos físicos eminentes, ha llegado el momento de replantearse nuevamente la relación entre ciencia y religión para determinar si resulta aún aceptable la vieja actitud beligerantemente antirreligiosa de la ciencia natural, que culminó en la época de Haeckel.