Rafael Montoro nació en La Habana en 1852 y falleció en la misma ciudad en 1933. Luego de estudiar en la Universidad de La Habana, en Baltimore y en New York, se unió en Madrid a los grupos intelectuales neokantianos que reaccionaron contra el positivismo en boga. Allí, influido por los textos de Hegel, desarrolló una postura filosófica opuesta a la predominante en Cuba, desde Varela hasta Varona, a quienes enfrentó su idealismo absoluto en el ámbito filosófico. Sin embargo, desde finales de los años setenta del siglo XIX abandonó el campo de la filosofía por el de la política, se unió al Partido Liberal Autonomista y dentro del mismo destacó como orador y ensayista. Es precisamente dentro de este partido donde se consolidó el corpus ideológico del liberalismo cubano, cuya clarinada tuvo lugar en 1792 con la publicación del Discurso sobre la Agricultura de La Habana, de Francisco J. de Arango y Parreño, vocero principal de la unción de la isla al carro de la racionalidad instrumental capitalista.
Pasajes escogidos de un discurso pronunciado en el Casino Español de Güines, en octubre de 1878
Todo debemos esperarlo de la libertad: nada será posible sin ella. […] dentro de la democracia hay diversidad de tendencias. Hay el radicalismo revolucionario, que ha causado todos los grandes desastres que llora el mundo moderno; y hay la democracia liberal y progresiva, cuya doctrina tiene por base el reconocimiento y la garantía de la personalidad humana con todos sus derechos y todas sus necesarias determinaciones. Esta democracia liberal es la que nuestro partido ha procurado siempre representar. La democracia representativa tiene su cuna y su modelo en la América del Norte, como la monarquía parlamentaria los tiene en el Reino Unido de la Gran Bretaña.
Los principios en que descansan esas tradiciones democráticas los afirmamos hoy: derecho ampliamente garantizado e igualdad ante la ley, gobierno representativo, sufragio amplio y libre, responsabilidad del gobernante ante sus electores, descentralización, libertad del trabajo, instrucción elemental gratuita y autonomía colonial.
Existe otro derecho, también consagrado en nuestro programa, cuya importancia nunca será debidamente ensalzada: me refiero al importantísimo derecho de asociación. El mismo es de universal aplicación a todos los fines racionales de la vida: ciencia, arte, religión, moral, derecho; a la industria y al comercio; a las relaciones sociales en toda su extensión y variedad.
Pero si nocivo y pernicioso es carecer de los derechos de asociación y de reunión, lo es casi tanto tenerlo injustamente restringido. Falto entonces de espontaneidad y garantías su ejercicio, fiado todo a la voluntad del que manda, en vez de servir ese sacratísimo derecho para que lleguen al poder las legítimas aspiraciones de los pueblos, es un arma inservible o se convierte en un instrumento más de opresión.
Acerca de la libertad de pensamiento cabe expresar que el pensamiento puramente individual, sin comunicación alguna, encerrado temerosamente en el cerebro, es una mera abstracción que en vano ha querido convertir violentamente en realidad la férrea mano del despotismo. En el orden político, que es el que ahora nos ocupa, la opinión se forma mediante el comercio de ideas que se establece entre los ciudadanos. Necesitan ellos evidentemente ponerse de acuerdo para constituir verdaderas fuerzas políticas; formar lo que se llama opinión pública e influir activamente en los negocios del país, y sólo puede llevarse a cabo todo esto por medio de la prensa, de las reuniones y del fecundo principio de asociación.
Centinela avanzado del bien público, el periódico despierta las conciencias dormidas y agita con suavidad o con furor los corazones. Pero es imposible que la prensa pueda cumplir su glorioso destino cuando no es libre y vive agobiada bajo el peso de absurdas restricciones. Si no es libre, ¿cómo planteará esos problemas, cómo indicará esas corrientes, cómo formará la opinión? Será un instrumento inútil, cuando no funesto, porque privada de sus naturales medios e incapacitada para el ejercicio de su misión, querrá allegarse favorecedores con lecturas acaso entretenidas, pero malsanas, o vivirá lánguidamente, sin que el alma del pueblo pueda comunicarle el calor y la noble inspiración que necesita.
De la serie Pensamientos Cubanos, de Enrique Collazo