por Armando Añel
Históricamente, la violencia ha jugado un rol fundamental en las revoluciones de izquierda. En sus inicios sobre todo, cuando el nuevo régimen recurre a la demolición de las estructuras tradicionales para imponer un orden de cosas favorable a sus intereses, pero también en sus postrimerías. En determinados contextos, paradójicamente, la violencia del nuevo orden se define como reacción a más que como consecuencia de. En el ámbito de la sucesión castrista, con la muerte del máximo responsable de la tragedia cubana a la vuelta de la esquina y la oposición pacífica reverdeciendo laureles, la reacción –lo reaccionario— emana del poder, concretamente de su nerviosismo.
La actual situación política en Cuba es cualquier cosa menos estable. Ya es más que evidente que Raúl Castro no sólo no puede encabezar una reforma de envergadura, con todo el rosario de esperanzas rotas y confianzas traicionadas que tal evidencia conlleva: tampoco es capaz de sustituir a Fidel en tanto símbolo cohesionador. De manera que el espacio del cambio, que supuestamente iba a invocar la clase política una vez el hermano mayor desapareciera, pretende ser indefinidamente pospuesto, y como si nada; de manera que el espacio del continuismo carece ya de soporte escénico. En este escenario intermedio, con la indefinición como desencadenante, la violencia circula a todo tren en Cuba. Sobre todo la violencia desde el Estado, organizada y azuzada por el Estado, generada por un régimen exasperado ante la inminente desaparición, y la descomposición, de su líder histórico, la inutilidad de sus medidas de reordenamiento social y el auge de un método heroico de lucha cívica –la inmolación—que el oficialismo no podía concebir ni en sus peores pesadillas.
En general, puede decirse que al compás de espera generado por la agonía de Fidel Castro acuden sus herederos –sus legítimos herederos, esto es, los alabarderos de la violencia— con un cuchillo en la boca. En frente tienen a hombres que hacen huelga de hambre y mujeres de blanco que lanzan palomas al aire. Un panorama que vuelve inefectiva la represión de baja intensidad.
En Cuba, la ausencia de reformas económicas drásticas, de cambios concretos, más la dilatada agonía del hermano mayor, más la soberbia estúpida, mezquina, de la vieja guardia, ha desembocado en un crecimiento exponencial de la sociedad civil, en sus diversos grados de expresión contestataria. La población pierde poco a poco la paciencia y la indignante muerte de Zapata Tamayo ha galvanizado los espíritus, dentro y fuera del país. Ante esta situación, con las manos de la apertura atadas a la espalda del fundamentalismo más rastrero, el ala dura del castrismo –el ala que manda— reacciona agresivamente. Está en su naturaleza y forma parte de su filosofía. La violencia a gran escala puede desatarse en cualquier momento, y parir el fin del régimen.