por Guillermo Fariñas
Este espécimen ha existido siempre. En la época de la lucha de Cuba por la independencia del reino de España, eran denominados “guerrilleros”. También durante los primeros 33 años de la República los llamaron cooperantes o asistentes, y en otras etapas republicanas cobraban ante el erario público, cual funcionarios de información.
Pero ahora, en la Cuba contemporánea, para que no suene tan despreciativo, los archiconocidos mecanismos represivos y de control social los nombran “agentes pasivos”, “agentes comprometidos”, “agentes disuasivos”, “agentes observadores”, “agentes externos”, “agentes activos” y “personas de confianza”. El máximo rango es el de “funcionario honorífico”.
Es que hasta el propio Estado totalitario teme denominarlos de otra manera, puesto que su tarea tradicional es tan despreciable, engorrosa y rechazada. Por eso es mejor esconderla tras rimbombantes conceptos “burocráticos-represivos”. Un trabajo que hasta quienes lo realizan comprenden que los convierte en seres humanos socialmente abominables. Nos estamos refiriendo a los inefables delatores. Porque, para ser un informante en cualquier régimen social, se necesita como condición la pérdida por parte del individuo del valor del civismo.
Quienes mal sobreviven en Cuba, gustan de aplicarle a estos sujetos estrambóticos apelativos:
“Chivatos”, “Guari Guari”, “Cotorra”, “Aguadores”, “Mono”, “Múcaro Azul”, “Ventana Indiscreta”, “Monada”, “Teléfono”, “AlacránTapado”, “Rifadores”, “Laringólogo”, “Walkie Talkie”, “Lengualarga”, “Papagayo”, “Radios” o “Garganta Profunda”. Pero el más popular y conocido de todos es el de “Trompeta”.
Con la llegada del “Periodo Especial”, vino también la creación de clases económicamente privilegiadas con respecto a la inmensa mayoría de la población, surgidas del trabajo en el área turística. Actualmente, es raro que un cubano delate ante las autoridades a un conciudadano por consideraciones o “convicciones ideológicas”, como se hacía a principios de la mal llamada revolución cubana. Nadie se sonroja cuando ejerce el rol de “chivato”, y argumenta que lo hace porque el delatado posee mejores condiciones materiales que él. Se ha impuesto un antivalor social nombrado envidia.
La atmósfera que se ha ido creando entre los cubanos es insoportable. Cualquiera de los seres humanos que nos rodean puede ser el que nos delate. Hay un constante estado de inseguridad y desconfianza entre los semejantes.
Estos informantes de los órganos represivos castristas saben que dentro de la maquinaria de terror del régimen son los eslabones más débiles. Por tanto, temen que los funcionarios que reprimen por oficio y no se han manchado las manos de sangre los usen como tarjetas de cambio para salir incólumes ante la transición inminente.
Los delatores sienten que una espada de Damocles pende sobre sus cabezas. La cobardía los petrifica ante una situación sui generis, la de no salida del actual estado de cosas. Vislumbran que al trastocarse la sociedad totalitaria ellos serán de los primeros que rendirán cuentas, por inmorales, ante sus conciudadanos. Por ser los eslabones más despreciables de la larguísima cadena de denuncias y delaciones con que se ha mantenido en el poder la “revolución cubana”.
Les aterroriza poseer la incómoda condición de rehenes más apetecidos por los detractores del actual poder, pero a la misma vez el miedo los inmoviliza, pues no se atreven a enfrentarse a él. Si algunos cubanos comprenden todas las implicaciones de resultar reprimidos, esos son los mismos delatores: se sienten atrapados en una telaraña de temores que los convierte en trompetas esperando que les caiga la espada.
Cortesía Radiografía de los miedos en Cuba