Unas palabras de Oswaldo Payá, ampliamente comentadas, acusan a la Iglesia de usurpar el lugar de la disidencia frente al gobierno cubano; y lo peor es que es cierto, y lo menos malo que esto traerá sería algo así como un Tratado de París, en que el más interesado es quien menos cuenta.
Sin embargo, esta contradicción es inevitable por la misma fractura política de una disidencia que nunca ha logrado coordinarse. No ya proponerse una agenda única, sino trabajar en forma coordinada, aprovechándose de su propia pluralidad. Es ingenuo creer o esperar que la Iglesia no actúe con oportunismo; no por gusto es la institución política más vieja del mundo, la decana de toda maniobra y manipulación, que sabe atenerse a sus propios intereses. La disidencia cubana, en cambio, no ha logrado actuar con madurez política. Todos hemos creído que basta con la legitimidad moral, y no hemos podido ceder un ápice en busca y provecho de la oportunidad; ceder no ya respecto al gobierno, sino respecto a los otros actores de esa disidencia misma.

Quizás así la Iglesia comprenda que no basta su paciencia, que deberá embarrarse también un poco. Que si, como dice, hay que tener esperanza en el mañana, también debe ir acumulando méritos reales para ese día.