
Para desarrollar efectivamente una oposición a la dictadura castrista –efectividad más que actividad es lo que interesa en nuestro caso—, es preciso unir a los cubanos en torno a un proyecto común. Pero proyectos ha habido muchos, con lo cual se sobreentiende que lo que escasea entre nosotros no es un plan en particular, sino capacidad para unirnos u organizarnos.
Volvemos entonces al ejemplo de la carreta delante de los bueyes. Desde el exilio –ya que esto apenas es posible, institucionalmente hablando, en la Isla— es preciso identificar y combatir aquellos déficits culturales que imposibilitan, o dificultan, la organización y el funcionamiento de proyectos basados en el interés general, o encaminados a liberar a Cuba.
Urge dar el ejemplo enarbolando la imagen de un exilio unido en torno a una causa común, moderno, flexible, ambicioso culturalmente hablando. Esta imagen, y no la de gente que se tira de los pelos entre sí o se saca un ojo con tal de ver a su vecino ciego, es la que cabe mostrarle al cubano residente en la Isla. Debemos dejar de concentrarnos en envidiar al prójimo y guerrear entre nosotros para enfilar nuestras energías en la dirección de concebir, y sobre todo echar a andar, instituciones y alternativas de peso, con futuro. ¿Utópico? Puede ser, pero es lo que se precisa.
Los llamados “intelectuales” deberían identificar en primera instancia el problema, dar el primer paso, crear una matriz de opinión. Pero salvo casos excepcionales y/o puntuales, esto no ha sucedido. Luego, las elites empresariales y políticas estarían llamadas a implementar mecanismos de regeneración e instituciones educativas y de valores que “criminalicen” –la palabra es un poco fuerte, pero resulta la más efectiva— nuestros peores defectos culturales: la envidia, el vedetismo, el sectarismo, la rigidez conceptual, el talante impositivo, la intolerancia hacia la diferencia… Habría que ir creando planes de estudio y proyectos educativos que apunten a la cabeza de esos defectos, para arrancarlos de cuajo.
A estas alturas lo único plausible, creemos modestamente, es identificar y combatir los problemas de la nación a escala cultural, de manera que lleguemos a estar conscientes de ellos masivamente. En el exilio debemos ser capaces de llegar a la raíz del asunto y dar la alerta. Afirmaba acertadamente el profesor Jorge A. Sanguinetty que “los cubanos no se caracterizan por mantener diálogos organizados”, y la raíz de esta incapacidad organizativa debe a su vez buscarse en la incapacidad de los cubanos para reconocer y combatir los problemas, o defectos, de su cultura. Parece un trabalenguas, pero en realidad se trata de una traba histórica.
No importa si se sale del castrismo, entendido como gobierno, o si no: si no se asumen y combaten esos déficits culturales probablemente nos espera una definitiva ruptura nacional, con cualquier otro apelativo o disfraz, político o ideológico, que “subdesarrollará” todavía más la Isla, si es que esto es posible. Por el camino que vamos, negados a enfrentar la realidad de que es preciso poner los bueyes delante de la carreta, ese futuro está a la vuelta de la esquina. Castro no es el padre, es el hijo de una cultura que padecemos y segregamos todos, en el insilio y en el exilio. Castro está en nosotros.
Matémoslo de una vez.