por José Luis Sito
Decía Montesquieu que “la tiranía es la más violenta y la menos poderosa de todas las formas de gobierno”. Y Hannah Arendt añadía que la tiranía no tiene poder, porque el poder se basa en el consentimiento de los miembros del grupo, y ninguna sociedad consiente la tiranía. La tiranía se apoya para sobrevivir no sobre el poder, sino sobre la violencia. Es, precisamente, porque no tiene poder, que la tiranía instala la violencia. Allí donde hay poder, donde se ejerce, donde funciona, y donde impera una ley justa y ordenada, la violencia es innecesaria, incongruente.
En el caso de Venezuela, idéntico a Cuba, hay que comprender la naturaleza y el origen de esta violencia. Considerar que la violencia que asola el país chavista es una violencia cotidiana, banal, de derecho común, es esconder la realidad tiránica, dictatorial, del régimen. A menos que los venezolanos se hayan vuelto locos o degenerados, las cerca de 20.000 personas asesinadas en 2009 no pueden ser el resultado de una situación estructural, de derecho común, de violencia cotidiana inherente a todas las sociedades. Esta cifra increíble, inaudita, que supera cualquier cifra de cualquier país del mundo, aparece durante la dictadura chavista, se engrosa durante esta década de chavismo, y explota en estos momentos precisos de destrucción masiva de todas las esferas de la sociedad. La violencia en Venezuela tiene una causa y un responsable: el régimen de Chávez y su política.
Es la violencia política de la dictadura la que produce la inmensa mayoría de todas estas víctimas, toda esta desolación, todo este desastre humano. Al lado de la delincuencia común, semejante en todas las sociedades, ha aparecido en Venezuela una delincuencia política, destinada a provocar el derrumbe del Estado, del poder y de las antiguas formas de estructuración social.
La dictadura chavista ha impuesto una visión política de confrontación, de enfrentamiento, con una agenda precisa y voluntaria de violencia donde las tensiones sociales entre los ciudadanos son favorecidas y deseadas. Se trata de una violencia política que degenera en violencia social, con una interacción fuerte entre ellas.
El lenguaje militarizado se ha impuesto en el lenguaje cotidiano de los afines a la dictadura, con sus brigadas, unidades y batallas. La militarización de la sociedad en este tipo de régimen es una prioridad. La creación estratégica de “las estructuras populares de defensa integral”, dentro de organizaciones políticas, sociales y culturales, es la base para el establecimiento de fuerzas paramilitares en el seno de la sociedad. Las milicias bolivarianas, los grupos motorizados, las milicias campesinas, los consejos comunales, todo esto forma parte de un conjunto de fuerzas paramilitares que se esconden bajo un exótico vocabulario de socialismo, como poder popular o pueblo en armas para defender la “revolución”. Aquí, la supuesta “revolución” es únicamente un trastorno completo del Estado y de todas sus estructuras para implantar con un golpe de fuerza una dictadura. Que la llamen del proletariado, socialista o marxista-leninista, no modifica en nada su naturaleza dictatorial.
Una parte considerable de la población ha sido entrenada en el uso de las armas, armada para enfrentar el enemigo exterior que supuestamente se dispone a invadir al país. Una retórica de guerra que en realidad está destinada a esconder la principal actividad de estas organizaciones paramilitares: eliminar el enemigo interior. Es una guerra contra el pueblo, del pueblo contra el pueblo.
“La Milicia Campesina encarna hoy un principio trascendente: la defensa de la propia tierra (...) contra el eventual agresor externo, pero también contra el agresor interno que se ha amparado (...) en un verdadero estado de impunidad”, declaraba en febrero Chávez.
Decía Montesquieu que “la tiranía es la más violenta y la menos poderosa de todas las formas de gobierno”. Y Hannah Arendt añadía que la tiranía no tiene poder, porque el poder se basa en el consentimiento de los miembros del grupo, y ninguna sociedad consiente la tiranía. La tiranía se apoya para sobrevivir no sobre el poder, sino sobre la violencia. Es, precisamente, porque no tiene poder, que la tiranía instala la violencia. Allí donde hay poder, donde se ejerce, donde funciona, y donde impera una ley justa y ordenada, la violencia es innecesaria, incongruente.
En el caso de Venezuela, idéntico a Cuba, hay que comprender la naturaleza y el origen de esta violencia. Considerar que la violencia que asola el país chavista es una violencia cotidiana, banal, de derecho común, es esconder la realidad tiránica, dictatorial, del régimen. A menos que los venezolanos se hayan vuelto locos o degenerados, las cerca de 20.000 personas asesinadas en 2009 no pueden ser el resultado de una situación estructural, de derecho común, de violencia cotidiana inherente a todas las sociedades. Esta cifra increíble, inaudita, que supera cualquier cifra de cualquier país del mundo, aparece durante la dictadura chavista, se engrosa durante esta década de chavismo, y explota en estos momentos precisos de destrucción masiva de todas las esferas de la sociedad. La violencia en Venezuela tiene una causa y un responsable: el régimen de Chávez y su política.
Es la violencia política de la dictadura la que produce la inmensa mayoría de todas estas víctimas, toda esta desolación, todo este desastre humano. Al lado de la delincuencia común, semejante en todas las sociedades, ha aparecido en Venezuela una delincuencia política, destinada a provocar el derrumbe del Estado, del poder y de las antiguas formas de estructuración social.
La dictadura chavista ha impuesto una visión política de confrontación, de enfrentamiento, con una agenda precisa y voluntaria de violencia donde las tensiones sociales entre los ciudadanos son favorecidas y deseadas. Se trata de una violencia política que degenera en violencia social, con una interacción fuerte entre ellas.
El lenguaje militarizado se ha impuesto en el lenguaje cotidiano de los afines a la dictadura, con sus brigadas, unidades y batallas. La militarización de la sociedad en este tipo de régimen es una prioridad. La creación estratégica de “las estructuras populares de defensa integral”, dentro de organizaciones políticas, sociales y culturales, es la base para el establecimiento de fuerzas paramilitares en el seno de la sociedad. Las milicias bolivarianas, los grupos motorizados, las milicias campesinas, los consejos comunales, todo esto forma parte de un conjunto de fuerzas paramilitares que se esconden bajo un exótico vocabulario de socialismo, como poder popular o pueblo en armas para defender la “revolución”. Aquí, la supuesta “revolución” es únicamente un trastorno completo del Estado y de todas sus estructuras para implantar con un golpe de fuerza una dictadura. Que la llamen del proletariado, socialista o marxista-leninista, no modifica en nada su naturaleza dictatorial.
Una parte considerable de la población ha sido entrenada en el uso de las armas, armada para enfrentar el enemigo exterior que supuestamente se dispone a invadir al país. Una retórica de guerra que en realidad está destinada a esconder la principal actividad de estas organizaciones paramilitares: eliminar el enemigo interior. Es una guerra contra el pueblo, del pueblo contra el pueblo.
“La Milicia Campesina encarna hoy un principio trascendente: la defensa de la propia tierra (...) contra el eventual agresor externo, pero también contra el agresor interno que se ha amparado (...) en un verdadero estado de impunidad”, declaraba en febrero Chávez.