Durante toda mi infancia, la Casa de los Espejos permaneció desocupada. Rotos los espejos, rota la casa misma, roto el parque que la cobijaba (Coney Island, hacia el oeste de la ciudad, donde La Habana comenzaba a perder peligrosamente sus formas). Siempre, en el recuerdo, la Casa de los Espejos había sido un deseo irrealizable. Una aspiración recurrente. Un sueño casi. Siempre me preguntaba por qué no arreglaban de una vez el maldito parque, cómo sería perderme en la Casa de los Espejos. Tal vez alguna vez me perdí, demasiado pequeño para después recordarlo, y esas memorias se habían transfigurado en insatisfacción permanente ya a los ocho o diez años, en una capital sin apenas parques de diversiones. Una especie de nostalgia camuflada.
El jueves pasado visité por primera vez la Casa de los Espejos –o por segunda vez y nunca pude recuperar la primera--, pero ahora en Miami. Recobrada demasiado tarde, como suele suceder la casa –más bien una réplica de feria-- me resultó demasiado pequeña, los espejos demasiado planos, el trayecto excesivamente trillado (al final, sin puerta de salida, terminamos deslizándonos por una canalita). Mas sirvió para refrescar una certeza importante: Cuánto valor pueden tener ciertas pequeñas cosas, aparentemente intrascendentes, para un niño. Aquellas pequeñas cosas que no tuvimos en La Habana.