google.com, pub-9878019692505154, DIRECT, f08c47fec0942fa0 Cuba Inglesa: Desmitificación del nacionalismo cubano (IV)

viernes, 19 de junio de 2009

Desmitificación del nacionalismo cubano (IV)

por Carlos Alberto Montaner

Un papel amortiguador, de freno de las pasiones políticas, fue el que le tocó jugar a Estados Unidos en Cuba durante el primer tercio del siglo XX, rol que los norteamericanos no asumieron de una manera inconsciente, guiados “por la ciega naturaleza de las cosas”, como suelen decir los británicos.

Cumplir con el espíritu de la doctrina Monroe y eliminar la presencia española de suelo cubano era sólo una parte de la tarea que Washington entendía que debía realizar en Cuba. Había otra, mucho más delicada, que consistía en dotar al país de una economía razonablemente sólida y de un sistema político “en el que las fuerzas y energías no se disiparan en rivalidades intestinas”. Eso quería decir, en el lenguaje de los hechos, que Estados Unidos se convertía en el pacificador de la Isla y en el obstáculo perenne a cualquier movimiento revolucionario de carácter insurreccional. Esa gestión apaciguadora quedó formalizada, durante la ocupación, en el segundo párrafo del primer artículo del Tratado de París.

Luego esta función tutelar de los Estados Unidos fue impuesta a los cubanos a través del artículo tercero de la Enmienda Platt, epígrafe por el que “el gobierno de Cuba consiente en que los Estados Unidos puedan intervenir para la conservación de la independencia cubana, el mantenimiento de un gobierno adecuado para la protección de vidas, propiedad y libertad individual y para cumplir las obligaciones que, con respecto a Cuba, han sido impuestas a los Estados Unidos por el Tratado de París y que deben ahora ser cumplidas por el gobierno de Cuba”. Fueron estas obligaciones, en peligro de ser incumplidas, las que invocó el presidente Estrada Palma en 1906, cuando solicitó la segunda intervención norteamericana tras el estallido de la primera revolución insurreccional que conoce la República (1906).

Puede argüirse –como se ha hecho repetidamente– que la limitación a la soberanía cubana era una afrenta a la condición de independiente que Cuba proclamaba desde 1902, pero la incapacidad mostrada por los cubanos para negociar serenamente sus diferencias, daba la razón a quienes celebraban la existencia de un poder tutelar que impidiera el sangriento desbordamiento de las pasiones. Ya el presidente McKinley, cuando se produjo la expedición contra Cuba, había advertido que aquellos valerosos cubanos, tan diestros en el arte de la guerra irregular, carecían de semejante pericia en el arte del autogobierno, por la sencilla razón de que España jamás había adiestrado a los criollos en esos menesteres.

A esa reflexión podía añadirse otro hecho inocultable, todavía más definitivo: aun cuando España hubiera querido adiestrar a los cubanos en las tareas de una administración eficiente y en unas costumbres tolerantes y democráticas, seguramente no hubiera podido hacerlo, porque ni la administración eficiente ni las costumbres tolerantes y democráticas eran virtudes del panorama político español.

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