Es lógico asumir que un régimen totalitario como el cubano, empeñado en imponerle a sus súbditos su visión particular del mundo, considere el acceso a la información como un peligro a su estabilidad y credibilidad.

Todo parece indicar que el régimen aprendió una de las lecciones fundamentales de la experiencia de las rebeliones de los pueblos de Europa del Este contra el totalitarismo estalinista. Allí se demostró que el acceso a la información de unos pocos puede convertirse en el catalizador del cambio de perspectiva política de la mayoría a medida que se produce la gradual “contaminación ideológica” de la población. Por supuesto, las difíciles condiciones económicas y sociales que produce el sistema totalitario, por su inherente ineficiencia, crean el ambiente propicio para que se propague el virus de la disidencia y la oposición. Para tratar de mantener la contaminación a un nivel que no devenga en crisis sistémica, el régimen intenta por todos los medios identificar al mayor número posible de “contaminados” para separarlos del resto de la población, ya sea mediante el encarcelamiento o la deportación. Aunque buena parte de la población ha desarrollado técnicas como la llamada “doble moral”, que le permite coexistir con el sistema sin llamar la atención, así que realmente nadie conoce la real magnitud del problema.
No obstante, a pesar de la creciente inversión de tiempo y recursos, el régimen no está ganando esta guerra. Por un lado, la muralla de contención que ha creado para parar la constante lluvia informativa contiene muchas grietas, lo cual acaba produciendo una especie de gotera informativa que después termina inevitablemente canalizándose de mano en mano, o de boca a boca, llegando a impactar a un sector importante de la población. Por el otro, sus métodos represivos no logran intimidar a todos, sobre todo a los más propensos a correr riesgos, ya sea por razones políticas o económicas.