por Enn Diagonal
Frente a la tozudez del fundamentalismo islámico y su incapacidad para adaptarse a un marco de convivencia occidental, civilizado, el ejecutivo australiano ha sido tradicionalmente enfático. Ya en el verano de 2005 el primer ministro John Howard advertía a los radicales que si buscaban imponer la Sharia en Australia tendrían que abandonar el país, e influyentes políticos como Bob Carr o Brendan Nelson habían expresado su intención de cerrarle la puerta en la cara al Islam radical.
El debate en torno a si los radicales, incluyendo a sus clérigos más destacados, deben ser expulsados del país, se mantiene latente. Lo cierto es que la población australiana envejece cada día que pasa y la nación no cuenta con suficiente mano de obra en sectores como el de la construcción, la hostelería, etcétera (entre julio 2004 y junio 2005, por ejemplo, el número de visados en oferta para inmigrantes capaces de desempeñar estas labores creció de 6,000 a 120,000 en Australia, al tiempo que se introducía un nuevo programa de 5,000 inmigrantes a establecerse en áreas de baja densidad poblacional).
En cualquier caso, el ejemplo australiano insinúa un camino que podría ser recorrido por otros gobiernos occidentales. Para empezar, la alternativa de controlar la inmigración musulmana en arreglo a sus tendencias integristas o moderadas, aun con todos los gastos que ello conlleva, podría ser tenida en cuenta. El islamismo viene desmostrando desde hace tiempo una especie de incapacidad congénita para entender y asimilar formas tan elementales de convivencia como la independencia de poderes, la igualdad de género o, más generalmente, el Estado de Derecho en su conjunto.
La guerra a los valores occidentales, contra las esencias del modelo cultural al que el mundo debe el progreso y la libertad, debe tener un precio para aquellos que la promueven. Y qué mejor manera de pagarlo que prescindir de beneficios que sólo son posibles gracias a esos mismos valores que se combaten, como los son vivir en un país plural y democrático.