por Ignacio T. Granados
Una leyenda de Ifá —siempre según sus sacerdotes— cuenta de dos amigos que se estimaban mucho, tanto que asombraban a todo el mundo con su increíble amistad; ambos se apoyaban mutuamente, se tenían extrema confianza y se defendían el uno al otro. Los comentarios de semejante amistad llegaron a oídos de Eleggua, que todo lo prueba, a ver si es cierto; y que con astucia se limitó a pasar por entre los amigos, ofreciendo un aspecto distinto a cada uno; es decir, para uno lucía como un hombre muy atildado y opulento, mientras que para el otro lucía como un indigente. Curioso que —¡misterios de Dios!— no era ni una cosa ni la otra, sino sólo una imagen; la verdad seguía oculta, y era la divinidad misma, limitándose a ver los resultados de la trampa.
En efecto, uno de los amigos comentó al otro sobre la apariencia del que acababa de pasar entre ellos; y el otro, como es natural, lo contradijo, porque lo que él veía era otra cosa. No tardaron en acalorarse los ánimos, y de las contradicciones pasaron a la ofensa; de ahí al odio, y eventualmente uno terminó cometiendo el crimen de Caín, traicionando la confianza. Eleggua, que sólo esperaba el desenlace, se limitó a encogerse de hombros con un indiferente “Bah, no eran tan amigos na”.
No se trata de la leyenda de los cuatro ciegos y el elefante, sino de algo más profundo y grave; de esa experiencia amarga por la que no nos hacemos responsables de nuestros afectos, y permitimos que en cualquier quítame allá esa paja se pierda lo mejor de nosotros. Al final, para la amistad como para la guerra hacen falta dos personas, no basta con una; y cada quien es responsable de responder o no a las provocaciones, que uno siempre escoge las batallas en las que entra.
Una de las duras reflexiones judías que sobrevivieron al concepto de la Caridad Cristiana dice que Dios ciega a los que quiere perder; se hace difícil la idea de un Dios vengativo y cruel, como en definitiva lo fue el que apadrinó al pueblo de Jacob; pero quizás se refiere a esa sabiduría magna de darle tiempo al tiempo, como cordel al enemigo, que siempre termina ahorcándose con su propia cuerda. La soberbia es la bandera del Diablo, con la que pierde siempre; la ironía y la paradoja son una sola bandera, con la que siempre gana Eleggua.