por Armando Añel
Recién llegado a París desde Cuba, un viejo amigo se preguntaba -me preguntaba-, con un asombro rayano en la frustración, cómo era posible que las francesas no lo desearan... ni siquiera se lo comían (nada menos que a él) con los ojos. Se puede entender su reacción cuando se accede al metro de Madrid, por ejemplo, una ciudad -y por extensión una ciudadanía- supuestamente más contagiosa, más calurosa o "movida" que otros conglomerados europeos.
En un vagón viajan tres, diez, quince espléndidas muchachas, en cuyo físico se juntan la exuberancia de lo latino con la delicadeza de lo nórdico. Nadie las mira. No miran a nadie. Desde uno y otro bando, se aparta rápidamente la vista. Según la perspectiva de un vecino de Jesús María, semejante escenario no debiera ser desperdiciado, tanta carne reunida ameritaría una respuesta contundente, escrutadora. Para el emigrante cubano, y desde un punto de vista sexual o sensual, el Occidente entrevisto en Europa reúne, paradójicamente, las características de una sociedad cerrada.
Desde luego, para aprehender esta visión habría que explorar ciertas señas de identidad. En lo criollo confluyen mezclas emancipadoras y hasta particularidades geográficas que hacen del sujeto nacional una suerte de irreverente, e incansable, vector sexual. La influencia africana, que no sólo toma asiento en la sociedad cubana a través de la mezcla racial —se trata de un influjo culturalmente muy poderoso—, se posesiona del cuerpo isleño regalándole un sentido del ritmo y una manera de entender la sexualidad absolutamente desinhibida. El cuerpo reina sobre la mente: despliega, enarbola, recrea sugerencias que casi siempre son órdenes para ésta. Y está "la maldita circunstancia del agua por todas partes" -violada y violando una y otra vez el archipiélago-, el desmedido evento de vivir 35 grados de humedad a la sombra, la sempiterna pelea del hombre y la mujer contra el clima, que ambos ganan a medida que se despojan de sus ropas. En un país donde el tórrido trópico campea por su respeto, la castidad, el recato, la circunspección, no tienen cabida. Coexistir en consecuencia resulta, como diría el poeta y a pesar de los pesares, una fiesta innombrable.
A partir de 1959, adicionalmente, Cuba sufre las consecuencias de un sistema político que, visto el asunto que nos ocupa, precipita actitudes hasta cierto punto adormiladas –sólo hasta cierto punto- en el espacio de la República. La retórica fundamentalista del castrismo, así como su control sobre el cuerpo social, hacen que el cuerpo físico, el individuo de carne y hueso, se refugie en sí mismo. La libertad se ejerce hacia dentro, el ultrajado se rebela penetrando o dejándose penetrar por cuerpos amigos. Extrañamente, la llamada “revolución” contribuye a ello desde diversos frentes, aun cuando éste no haya sido su objetivo último: logra dinamitar la base moral de la familia, restándole autoridad a los padres; prohíbe, de facto, el ejercicio de la religión, cerrando los colegios católicos que existían en el país; con el pretexto de formar a la juventud en el amor al trabajo, la recluye en escuelas en el campo donde la promiscuidad y el sexo inter-generacional —de maestros con sus alumnas— alcanzan cotas difícilmente superables. Por añadidura, tanto el divorcio como el aborto gozan en la Isla de facilidades institucionalmente soslayadas en el resto del mundo.
Signada por la carencia de casi todo, la nación se hace promiscua a fuerza de apagones, guardias militares, cederistas, estudiantiles, programas masivos de trabajo "voluntario", discursos interminables... A fuerza, también, de aburrimiento.