por Carlos Alberto Montaner
La Enmienda Platt pudo considerarse una humillante mutilación de la soberanía, pero al mismo tiempo resultaba un práctico mecanismo para contener las convulsiones políticas que amenazaban la existencia misma de la República. Esto era lo que dolorosamente declaraba Tomás Estrada Palma en una carta conmovedora: “... es preferible cien veces para nuestra amada Cuba una dependencia política que nos asegure los dones fecundos de la libertad, antes que la República independiente y soberana, pero desacreditada y miserable por la acción funesta de periódicas guerras civiles...”.
A principios del siglo XX, reviviendo el viejo razonamiento de los autonomistas, pero ahora aplicándolo a la metrópoli norteamericana, Estrada Palma descubría la paradójica antinomia: independencia versus libertad. Una negaba la otra. Una se oponía a la otra.
La independencia sin limitaciones, manejada por espíritus violentos e intransigentes, ciegos herederos de la mentalidad social española, traería aparejada la desaparición de la libertad y la catástrofe económica del país. Pero había otros argumentos aún más poderosos. Un análisis profundo de la realidad cubana le hubiera mostrado al anciano estadista otra faceta rigurosamente comprometedora: la soberanía, aun bajo un régimen totalmente independiente, no era más que una vaga falacia, puesto que Cuba comenzaba una era de absoluta “americanización” de su modelo social.
No me refiero a la penetración económica de que la Isla era objeto –fenómeno más o menos superficial–, sino al total sometimiento espiritual a que el país voluntariamente se entregaba. No podía ser de otro modo, porque Cuba carecía de impulsos culturales autónomos. Toda la praxis de pueblo civilizado, desde la fabricación de calzados hasta los regadíos agrícolas, desde la administración de correos hasta la instalación de prótesis, eran saberes adquiridos primero en España, y luego, a sorprendente velocidad, en los Estados Unidos. Todas las ideas y abstracciones que poblaban la imaginación de los cubanos –el sensualismo aprendido por Varela en Condillac o el positivismo bebido por Varona en Spencer y en Comte– eran creaciones ajenas al solar cubano.
El ser cubano, en suma, se perfilaba y configuraba tomando del extranjero todo su quehacer y todo su saber, definiéndose no como una criatura aportadora y original, modificadora autónoma de su entorno vital y transformadora de su propia naturaleza, sino como un ser culturalmente desvitalizado e inerme que recibía del exterior toda la savia civilizadora y la puntual dirección de su destino. Esta desgraciada característica –compartida con el 90% de los habitantes del planeta– nada tenía que ver con el régimen de relaciones jurídicas que pautaba los vínculos entre Cuba y los Estados Unidos, y no ha podido alterarla la supuestamente radicalísima revolución cubana.