por Carlos Alberto Montaner
Todavía hoy, y quizás con más fuerza que nunca, la mutación científica que genera la ciencia yanqui –la era, por ejemplo, de las computadoras– determina el ritmo y el signo de ciertos aspectos del vivir cubano, aun cuando el señor Castro sostenga la superstición de que ordena y manda en una Isla independiente.
Esa supuesta independencia no ha podido librar a la Isla del polyester, de los lentes de contacto o de ciertos fungicidas capaces de detener el moho azul. Esa proclamada independencia ha sido incapaz de eliminar los profundos efectos que en la demografía del país han tenido las píldoras anticonceptivas o los antibióticos. Cuando Castro defiende, celoso, la soberanía de Cuba frente a cierta injerencia extranjera, no hace otra cosa que jugar con antiguas abstracciones jurídicas absolutamente vacías. Cuba no era y no es más que una entidad inerte moldeada al antojo de los centros creativos del planeta, a cuya cabeza, claro, están los Estados Unidos.
Cualquier enérgica reclamación de «soberanía» no tiene otra explicación que la de la pereza intelectual de quien la hace y la vieja fatiga del lenguaje político. La soberanía, en la medida que se entiende como el derecho de cada pueblo a decidir su destino, perdió todo contenido razonable a partir del súbito encogimiento del planeta bajo la dirección de unos pocos centros generadores de civilización, esto es, centros exportadores de los quehaceres y saberes fundamentales que rigen la vida de las naciones. ¿Cómo puede ser soberano un país al que se le dictan cosas tan esenciales como la edad promedio de sus habitantes, la forma de comunicación, los medios de traslación, o el modo de curarse las enfermedades? ¿Qué autonomía política puede reclamarse, cuando, consciente o inconscientemente, se han rendido toda la autonomía espiritual y el ritmo y la dirección de los cambios más trascendentes, a los líderes de la civilización planetaria?
En 1906 Estrada Palma no tenía la perspectiva dolorosa, pero clara, que tenemos los cubanos de hoy. En aquel entonces el viejo patriota esgrimía oscuras sospechas de orden moral para preferir la limitación de la independencia si ello traía aparejada la preservación de la libertad y la seguridad económica. El razonamiento era válido, pero había otros más contundentes que surgían ante la arrolladora evidencia que nos traía el siglo XX: la soberanía es un mito, un modo de hablar, un vicio del lenguaje. La independencia es sólo una ilusionada quimera. Un país de las características sociales y culturales de Cuba no es otra cosa que un apéndice mimético de los centros creativos del planeta.
La nación cubana no es más que una masa húmeda y dócil, a la que los líderes de la civilización, sin proponérselo, le van confiriendo un contorno y entorno grotescamente parecido al modelo que ellos van desarrollando en sus propios perímetros nacionales. Esto es así, aunque contradiga la voluntad de soberanía y el orgullo de pueblo independiente de los cubanos. Esto es así, porque la terquedad de los hechos es mucho más poderosa que la ensoñación ideológica.