por Carlos Alberto Montaner
Una manera inteligente de servir a la nación, hoy, en el siglo XXI, consiste en abandonar cualquier forma primitiva de nacionalismo. En primer lugar, porque sólo hay una clase de nacionalismo coherente, y éste es, por una punta, suicida, y por la otra, imposible: me refiero al nacionalismo que cierra las fronteras a cal y canto, que impermeabiliza a la sociedad y la enclaustra en una campana neumática.
Soberano fue el Tibet, independiente, anterior a la invasión china, o el Japón adormilado que aún no sospechaba la visita del comodoro Perry. Esos eran pueblos que diseñaban de una manera autónoma sus quehaceres y saberes. Pueblos soberanos que elaboraban su propia historia a partir de sus propios ingredientes. Eso, hoy, evidentemente, no es posible. Los medios de comunicación han construido un espacio cultural planetario que tiende a la homogeneidad en el sentido y la dirección que marcan los centros creativos y del cual no es posible la evasión. Cuba es prisionera de esta realidad y es inútil intentar ignorarla. Lo sensato, pues, es contar con ella y levantar un razonable presupuesto político.
Los cubanos, como medida general, deben desterrar el nacionalismo adversario de su repertorio ideológico, y más concretamente, deben desechar cualquier forma de antiyanquismo. Ser antiyanqui es una forma de ser anticubano, porque ya todos, en algún fundamental sentido –el sentido de los antibióticos, las computadoras o los viajes supersónicos– somos yanquis. El nacionalismo posible en este siglo XXI, el único nacionalismo benéfico que pueden suscribir los cubanos sin perjudicar sus propios intereses, es el nacionalismo partidario, no el adversario. O sea, un sentimiento que identifique y profundice los rasgos que Cuba comparte con Estados Unidos, en la medida en que ese país es el centro creativo del planeta y la isla cubana uno de sus más próximos apéndices culturales.
Espero que ningún lector cometa el tosco error de suponer que estoy proponiendo alguna forma cubierta o encubierta de anexionismo o una puertorriqueñización de Cuba. No: el anexionismo es una mera fórmula de vinculación político-jurídica, producto de un cierto momento político totalmente impensable en la realidad cubano-americana, mientras que el fenómeno de Puerto Rico es, a todas luces, irrepetible. Me refiero a otro tipo de relación, tal vez más seria y profunda, que habrá que diseñar desde sus cimientos, entre Estados Unidos, organismo básico de la civilización planetaria, y Cuba, uno de sus segmentos apendiculares más próximos y dependientes.
Los cubanos deben renunciar a golpear su propia fuente de savia civilizadora y –al contrario– deben intentar descubrir las más imaginativas formas de colaboración. La única posibilidad que tienen los cubanos de influir en el diseño de su propio destino, esto es, de ser nacionalistas, en el sentido real del término, está en relación con la habilidad que tengan para integrarse a algunas de las tareas creativas que se desarrollan en los Estados Unidos y que determinan la naturaleza profunda de la sociedad cubana. La batalla no debe plantearse por vencer a los centros creativos, destrozando nuestro propio cerebro y atascando el motor de nuestra propia civilización, sino por sumar nuestro esfuerzo a los aspectos donde la colaboración resulte posible.
Sería beneficioso para la Isla y para la intelligentsia cubana liberarse de la superstición de que Cuba, para ser una nación digna y libre, debe ser culturalmente autónoma, políticamente independiente y económicamente autárquica. Todas las grandes naciones de Occidente se caracterizan, precisamente, por haber abandonado esos absurdos sueños decimonónicos. Esas pretensiones son deseables, pero no posibles, y es muy saludable no confundir deseos con probabilidades. La realidad cubana está hecha de dependencia, parasitismo cultural y pobreza ignorante de la técnica extranjera. Ese sombrío panorama sólo podrá aliviarse en la medida en que los cubanos puedan y sepan utilizar la vecindad con Estados Unidos en provecho de Cuba.