Entre los enigmas más arduos que debieron enfrentar Sherlock Holmes y su ayudante, el Dr. Watson, ninguno tan tortuoso como “La Paradoja del Agente Doble”. Las primeras pistas habían proyectado a los ingleses la víspera de la movilización del primero de junio en la blogosfera cubiche, diluidas en la efervescencia de una blogocosa cuya dinámica Holmes no acababa de interiorizar. Acostumbrados al meticuloso orden que implicaba haber pertenecido, siquiera lateralmente, al ámbito de Scotland Yard, ambos investigadores se devanaban los sesos intentando entender por qué tanta gente no se podía de acuerdo en torno a unas reivindicaciones que individualmente, y durante muchos años, cada uno de ellos había apoyado, aun cuando en algunos casos fuera de boca para afuera. “Cosas de cubanos”, había murmurado al oído de Sherlock el propio Watson, pero el célebre detective lo había mandado a callar.
La Paradoja del Agente Doble, esa sí era una paradoja. Porque a fin de cuentas, y si uno ahondaba en el misterio, la pregunta saltaba como impulsada por un resorte: ¿Sabía el Agente Doble que era el Agente Doble? Era aquella la cuestión, la evanescente dualidad del Agente Doble, la profusa levedad del Agente Doble. En su ignorancia, el Agente Doble podía ser de los mejores dobles que en internet habían sido. ¿No era todo posible en el ciberespacio de la blogocosa? Y si el del Agente Doble era, en sí mismo, un concepto manido, no lo era tanto el proyecto que indirectamente, a la sombra de las ciberdivas en flor, reproducía, incesante, incesantes agentes dobles. Todo un proyecto de futuro con fondo de Batalla de Ideas. Toda una cultura sumergida, finalmente flotando al servicio de la esclavitud.
En cualquier caso, el misterio seguía allí, la paradoja infatigable. Porque había otra: El Agente Doble podía saber perfectamente que era el Agente Doble. Pero esta última variante ni siquiera Watson podía disfrutarla como posibilidad.