
La Paradoja del Agente Doble, esa sí era una paradoja. Porque a fin de cuentas, y si uno ahondaba en el misterio, la pregunta saltaba como impulsada por un resorte: ¿Sabía el Agente Doble que era el Agente Doble? Era aquella la cuestión, la evanescente dualidad del Agente Doble, la profusa levedad del Agente Doble. En su ignorancia, el Agente Doble podía ser de los mejores dobles que en internet habían sido. ¿No era todo posible en el ciberespacio de la blogocosa? Y si el del Agente Doble era, en sí mismo, un concepto manido, no lo era tanto el proyecto que indirectamente, a la sombra de las ciberdivas en flor, reproducía, incesante, incesantes agentes dobles. Todo un proyecto de futuro con fondo de Batalla de Ideas. Toda una cultura sumergida, finalmente flotando al servicio de la esclavitud.
En cualquier caso, el misterio seguía allí, la paradoja infatigable. Porque había otra: El Agente Doble podía saber perfectamente que era el Agente Doble. Pero esta última variante ni siquiera Watson podía disfrutarla como posibilidad.