google.com, pub-9878019692505154, DIRECT, f08c47fec0942fa0 Cuba Inglesa: Puente y encrucijada (II y final)

domingo, 5 de julio de 2009

Puente y encrucijada (II y final)

por Carlos Alberto Montaner

He dicho que las Antillas eran lo menos “americano” de la porción hispana del Continente. El criollo de las Antillas –ingrediente clave del engendro americano– no estuvo contaminado por la presencia poderosa de las culturas precolombinas. Los indios antillanos que no fueron aniquilados en la contienda bélica, fueron culturalmente arrollados y se incorporaron, por la vía del mestizaje, a los usos europeos, bien que dentro de un matiz rudimentario y tosco. Esta ausencia de un mítico pasado indígena –no creo que los hatueyes o agüeybanas puedan tomarse en cuenta seriamente– y de un sólido aporte de hombres de esa raza incidió sobre nuestras radicales diferencias. No sólo estábamos geográficamente alejados de América, sino se nos hacía imposible compartir los mitos de la indiofilia criolla y liberal.

Nótese que los fragmentos continentales ayunos de respetables culturas precolombinas, como es el caso de Venezuela, pudieron espiritualmente adherirse a la carga histórica de sus vecinos. El Precursor Miranda podía delirar por la restitución de un Incanato que abarcara toda Suramérica, sin detenerse a sopesar la existencia de vínculos históricos entre el Cuzco y Caracas, porque la continuidad de la tierra firme le servía para desplegar sin riesgos su fantasía. A nosotros, antillanos, no nos era dable la maniobra. La hermosa ficción indiófila podía volar sobre el continente, pero naufragaba inexorablemente en el Caribe. Pachamac, gran caminante, no aprendió a nadar. El aislamiento –nunca mejor empleada la palabreja– de las Antillas fue en gran medida espiritual. La geografía podía más que la historia.

El propio Miranda no tuvo una perspectiva de las Antillas diferente de la que describo. Éramos –insisto– “otra cosa”. Cuando el gran venezolano tocó las puertas del Foreign Office británico en su infatigable conspiración, ofreció, a cambio de la ayuda por liberar a América, una recompensa singular: la Isla de Puerto Rico. Puerto Rico no era América para Miranda. O por lo menos era “menos” América.

Ya en el siglo XX, llena su bien nutrida cabeza de buenas intenciones, llegó Víctor Raúl Haya de la Torre a La Habana. “Esto no es América”, dijo al poco tiempo a sus íntimos. Por lo pronto no era la Indoamérica que soñaba el peruano. Sin duda no cabía en sus planes de integración continental.

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