por Carlos Alberto Montaner
Existe un castrismo universalmente condenado, hecho de cárceles, paredones, actos de repudio, empobrecimiento y otras desdichas evidentes. Pero tal vez ese castrismo, a pesar de su carga de abusos y brutalidades, no sea el peor. Hay otras consecuencias mucho más hondas y duraderas que amenazan seriamente la posibilidad de que alguna vez se constituya en Cuba una sociedad habitable.
Por ejemplo, el castrismo ha generalizado entre los cubanos la más cruda insolidaridad. En la Isla –y en vastas zonas de la emigración– se ha instalado una nefasta actitud de “sálvese el que pueda” y se pisa y se atropella al prójimo para salvar el pellejo de un invisible incendio que crepita por todas partes. El pesimismo no sólo se manifiesta en no creer en el destino de la patria, sino en tampoco creer en “los cubanos”, en el vecino de carne y hueso. La ingenua y tradicional aseveración de que el cubano era noble se ha transformado en la torcida presunción de que el cubano es malvado.
El implacable modelo de Estado castrista ha convertido a demasiados cubanos en comisarios, carniceros, apaleadores, chivatos, humilladores de toda índole, gentes que han maltratado a sus prójimos con excesiva crueldad y durante demasiado tiempo. Aquella sorprendente expresión con que invariablemente se intentaba zanjar las disputas apelando a la “cubanía” de los partícipes, ha perdido hoy cualquier significado. Lo natural es que “entre cubanos” se hagan mucho daño. Lo normal es esperar del prójimo alguna irreparable canallada.
No sólo se ha perdido la fe en la patria como entidad abstracta, sino que también se ha perdido la fe en el compatriota. De un risueño prejuicio positivo se ha pasado a un horrendo prejuicio negativo. Mala arcilla para juntar a un pueblo.