por Juan F. Benemelis
Por largo tiempo se supuso, erróneamente, que los impactos de meteoritos en la Tierra se confinaban a su período formativo, previo al advenimiento de la vida, hace entre 3,000 y 4,000 millones de años, y estaban desconectados de las extinciones masivas periódicas del planeta. Se asume que los astrónomos han catalogado meticulosamente las órbitas de los meteoritos. Lo que es una triste falacia: sólo hemos determinado 77 del millar que se entrecruzan en nuestra órbita planetaria.
También tenemos la noción candorosa de que podemos descartar el peligro de esta catástrofe utilizando nuestros cohetes atómicos. Pero es imposible divisar los meteoritos que provienen de la dirección del Sol y es un error asumir que podremos hacer los descubrimientos a tiempo. Estos cuerpos cósmicos se desplazan a velocidades infernales de hasta 65 kilómetros por segundo, por lo que desde el momento en que detectemos uno de esos asesinos hasta su impacto en el planeta, no pasarían 24 horas.
Cuando uno de tales astrolitos golpea el planeta, éste vibra como una campana. Un asteroide de 6 ó 7 kilómetros de diámetro, por ejemplo, a la velocidad de 72,000 kilómetros por hora, crearía un hueco en la atmósfera, en cuya base se originaría esa explosión. Ella liberaría, por esa ruta de escape, antes que pudiera cerrarse, la energía equivalente a cien millones de megatones, produciendo un cráter de 200 kilómetros de diámetro. Al penetrar el bólido hasta 50 kilómetros en la corteza terrestre, expondría el manto interior de lava, causando reacciones volcánicas que arrojarían océanos de materia hacia la atmósfera, al tiempo que terremotos monstruosos sacudirían los continentes, quebrando las placas tectónicas. Las ondas expansivas de la colisión viajarían a la velocidad del sonido, destruyendo todo a su paso.
Un espeso manto de polvo y gas cubriría el cielo, como un capote luctuoso, sometiendo al planeta a un repentino y anormal bombardeo de millones de toneladas de iridio, bloqueando la luz solar, generalizando el frío glacial y los fuegos devastadores que consumirían bosques y selvas. Esta atmósfera, envenenada por el humo de los fuegos bestiales que se desatarían, precipitaría las lluvias ácidas por décadas. Gigantescas olas marinas barrerían los continentes. En este escenario dantesco no hay posibilidad de escape para la frágil civilización humana, ni para la biota terrestre.
Hasta hace poco, cráteres reconocibles, como el de Arizona, no se consideraban de interés para la historia evolutiva planetaria. Antes de la edad espacial, los científicos afirmaban que los cráteres lunares respondían a erupciones volcánicas. Las misiones espaciales Apolo comprobaron que éste era un fenómeno producido por impactos de meteoros, cometas y planetoides, algo común para todos los cuerpos planetarios del sistema solar, incluyendo el nuestro.
Con la evidencia indiscutible del impacto gigantesco responsable de la destrucción acaecida a fines del Cretáceo, se ha concedido mayor crédito a la visión catastrófica, admitiéndose que nuestro planeta ha estado sujeto en toda su historia a descomunales mecanismos aniquiladores, derivados, entre otras causas, de estos impactos periódicos que han exterminado especies como la de los dinosaurios hace 65 millones de años, y han estado a punto de destruirnos.