por Anonimón III
Una de las cosas que distinguen a Cumberland, como parte del Hecho Thamacun, es el problema de la libertad. Y no el de la libertad legal, sino el de la libertad total del individuo, que casi anarquista arremete contra toda convención.
Precisamente, una de esas convenciones afirma que el anonimato no tiene valor, porque no se identifica; cuando justamente es esa “difusa humanidad” del anónimo la que lo defiende del ataque artero de lo convencional. La moral que juzga al anónimo, como convención al fin y al cabo, es una forma de asegurar el estatus quo: para eso cuenta con todo el alud de sofismas y la retórica con que se disfraza de sentido común, y presenta argumentos aparentemente irrebatibles.
Es ahí donde fluye la libertad del anónimo, sin temor al exceso, capaz incluso de prohijar la difamación y la mentira, porque en el tú a tú lo falso no puede vencer a nada. Es ahí donde reside la efectividad de Cuba Inglesa, que acoge en su identidad hasta a quien la usa para destruir al género. Pero no se trata nunca de un exceso, sino de la más fina aplicación de la teoría del caos, que es imposible; el caos es como un movimiento telúrico, que hace temblar a los edificios viejos sin mantenimiento ni renovación. Malo que el espacio liberado se aproveche para construir parqueos, pero al menos ya son posibles otras magníficas construcciones.